lunes, 4 de febrero de 2008

Gobernanza

GOBERNANZA. UN CONCEPTO PROBLEMÁTICO EN AMÉRICA LATINA.
FICHA.

Hacia la Asamblea Ciudadana regional de 2010.·
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Como parte del desarrollo de una metodología que nos permita un mejor acumulado útil de las reflexiones colectivas de este proceso de ASAMBLEA REGIONAL CIUDADANA DEL CONO SUR, se entrega este documento preparatorio a los debates por continuar en los diferentes encuentros. Se trata de un insumo de partida a ser permanentemente revisado y corregido por el desarrollo mismo de los encuentros y reflexiones. Busca aportar en forma sencilla y útil información esencial acerca del concepto de “Gobernanza”.

Concepto

El viejo sabio Protagoras, hace ya más de 25 siglos, constataba un hecho esencial: “es el ser humano el que le pone nombre a las cosas” (también el que las mide). A partir del cual, se hace evidente que los conceptos son construcciones o convenciones, impuestas por su fuerza explicativa, su utilidad (para algún interés o intencionalidad) o el poder (cultural, político, económico).

Esto es lo que explica las enredosas y recurrentes ocasiones en que se producen debates acerca de lo que tal o cual concepto significa “realmente”, como si ese “realmente” fuera algo dado e independiente de los seres humanos, los que ponen nombre, finalmente, a las cosas.

En pocas ocasiones encontramos un ejemplo actualizado de estas dinámicas y complejidades como en el caso de la “Gobernanza”. Un concepto muy en boga, muy usado por diversos actores, con diversas intencionalidades y para diversas usos. Desde el Banco Mundial, hasta sectores de la izquierda progresista. Conviene entonces reflexionar sobre estos usos y las convenciones en que es usado.

Con raíces etimológicas que se rastrean hasta la Grecia clásica antigua, latinas de la Edad Media, francesas e inglesas del siglo XIV, alude esencialmente a la idea del gobierno, pero entendido en dos formas importantes de señalar:

a) Objetivamente: Integral o ampliamente, es decir, como la sumatoria o el conjunto total de todos los actores, procesos y dinámicas (interacciones y variables) que conforman finalmente un orden político social.

b) Normativamente (es decir, como “lo que debiera ser”): Buen Gobierno, legítimo, sustentable, base de desarrollo, prosperidad, etc. Esto presupone que, al igual como ocurre con los gobiernos, puede haber una mala gobernanza.

Suele confundirse y conviene distinguirlo de “Gobernabilidad”, es decir, la capacidad o habilidad de gobernar, que pone énfasis en el “orden”, la “estabilidad”, etc. Mientras esta “capacidad” radica en el hecho de que se administra ordenadamente algo, la Gobernanza refiere a “procesos” de interacciones y actores diversos, y considera el resultado del proceso.

“[la gobernanza] se refiere a los procesos de acción colectiva que organizan la interacción entre los actores, la dinámica de los procesos y las reglas de juego con las cuales una sociedad toma sus decisiones, y determina su conducta.” (Grupo latinoamericano de trabajo de la Oficina Regional del IDRC - International Development Research Center, para América Latina y el Caribe. Taller “Gobernanza: Hacia un concepto”, Montevideo, 2004)

“[la gobernanza abarca] los modos de organización y de regulación de la convivencia, dentro de una sociedad determinada, desde el nivel local hasta el nivel mundial y según una ética definida en común.” (Tomado de Ficha IRG - FLAG)

Se trata entonces de un concepto de Gobierno “relacional” o de redes, donde el gobierno, como pura administración estatal, encuentra legitimidad y eficiencia en sus interacciones y dinámicas con los demás actores no estatales, denominados genéricamente como sociedad civil. Ésta a su vez, está internamente diferenciada: desde los actores sociales excluidos, hasta los poderes fácticos empresariales. De ahí que la “Gobernanza” sea usada con tan disímiles intencionalidades. En algunos casos, como sustentabilidad al orden neoliberal, a través de la cooptación de los actores sociales a las dinámicas del mercado y los poderes fácticos empresariales que los digitan. En otros, por el contrario, como posibilidad de que en un juego democrático justo, estos poderes y dinámicas puedan ser contrarrestados a favor de los intereses de las mayorías.

En cualquier caso, mientras algunos defienden el uso y utilidad metodológica del concepto de “Gobernanza” porque pone el énfasis en las interacciones público - civiles, entregando más protagonismo a la sociedad civil que el concepto anterior de “gobierno” o “gobernabilidad” a secas, y que entraña un lenguaje y unas categorías neutras, más objetivas para definir esas interacciones y sus posibilidades, otros, ven en ello un lenguaje aséptico, que evita pronunciarse, y en esa medida ayuda a solapar y legitimar, los poderes fácticos, las diferenciaciones y conflictos de clase, étnicas, etc., suplantando términos normativos como “justicia”, por otros ambiguos como “desarrollo”.

Con todo, el núcleo esencial y básico del concepto: la relación entre Estado y Gobierno, por un lado, y sociedad civil (pueblos), por otro, es un eje sustancial e ineludible para abordar los problemas, crisis y urgencias actuales en marcha, a nivel global y en nuestro continente, entroncando directamente con otros conceptos fundamentales para nuestro proceso como la ciudadanía, la democracia, la soberanía, etc. De ahí que es importante reflexionar sobre el tema.

La problematización del concepto en América Latina

Las profundas crisis estructurales y de sentido que agrietan el orden capitalista neoliberal, en diversos grados y formas, en todo el continente, encuentran su expresión y epicentro en la aguda cuestión de la “democracia”. Es la palabra común y al mismo tiempo en disputa. El santo y seña de quienes se oponen ferozmente a los cambios y de quienes los empujan. Tanto en Bolivia, Ecuador y, sobre todo Venezuela, con más intensidad, pero en todos los demás países también, con diversas formas y grados, se resumen los choques y enfrentamientos sociales, económicos y políticos en la concepción, forma y sentido de este viejo sistema de representación, reputado e instalado consensuadamente como el mejor y más deseable, pero cuyo exacto contenido se vuelve ahora una acuciante encrucijada que desata enconos, dudas y temores.

Las Asambleas Constituyentes de Bolivia y Ecuador son consideradas por algunos el parto de una auténtica democracia hasta ahora negada bajo las elites políticas y los poderes fácticos extranjeros y locales. Para otros, mecanismos “populistas” para destruirla e imponer regímenes autoritarios. Los poderes excepcionales otorgados en Venezuela al presidente Chávez, y la re elección indefinida hacia la cual se encamina (a pesar de su transitoria derrota electoral), hacen a muchos dudar si ello es o no democrático. Y estos son solo los casos más notorios de una crisis y encrucijada que recorre a diverso ritmo y forma todos los países de la región.

El escenario común a la generalidad de los países, muy esencialmente hablando, puede describirse como una subterránea y por ahora latente crisis institucional, y sociopolítica. Con oligarquías de hecho que, a nombre de la democracia, mantiene la terca supremacía política, cultura y económica de ciertos sectores sociales sobre todos los demás, de ciertas ciudades y/o regiones sobre el campo o las provincias; donde el monopolio y control totalitario, de hecho, de los medios masivos de comunicación, paradojalmente basado en la formalidad democrática, degrada la idea misma de ciudadanía, envileciendo cotidianamente, irremediablemente cualquier legitimidad real, sustentable de las instituciones; y otras dinámicas similares.

Toda reflexión seria sobre esta encrucijada debe partir de un hecho básico, fundamental. De que los sistemas formales democráticos no han logrado incluir y entregar real ciudadanía e igualdad de derechos a las grandes mayorías y de que éstas están llegando a la conclusión de que eso tiene que ver justamente con las “formas” democráticas. Que las desigualdades, injusticias y exclusiones no son ajenas, por el contrario, a estas instituciones formales “democráticas”. Que no se puede cambiar las injusticias, exclusiones y desigualdades, sin cambiar para ello las instituciones formales democráticas hasta ahora vigentes. Los procesos de reformas que, con variantes de grado y forma, recorren el continente, no pueden entenderse, sin contextualizarlas en las profundas crisis y descréditos en que cayeron en esos países los sistemas formales democráticos.

Justicia y Democracia. Una tensión dramática en América Latina

“Cuando la América ha derramado su sangre por afianzar la libertad, entendió también que lo hacía por la justicia, compañera inseparable la justicia de la libertad. Sin el goce absoluto de ambas: libertad y justicia, habría sido inútil la emancipación”.
José Sucre

La anterior cita del mariscal de Ayacucho, el más joven general en la historia de los ejércitos modernos continentales (ascendido al grado con 21 años), refleja en estado originario una encrucijada permanente de nuestros sistemas sociopolíticos.

Desde el nacimiento mismo de las Repúblicas independientes en los inicios del siglo XIX, América Latina parece no poder escapar de una tensión dramática y muchas veces traumática: al parecer no logran ser compatibles la justicia (social, económica, política y cultural) y el sistema democrático (tal como lo entendemos clásicamente). El pan y la libertad, como lo señalaron metafóricamente desde Raúl Haya de la Torre (fundador del aprismo peruano) hasta la Democracia Cristiana chilena. Y el concepto de “Gobernanza” resulta útil para desentrañar y entender el por qué de este sino.

Si el concepto de “Gobernanza” tiene a su base y entraña el supuesto de una “sociedad civil”, en el claro sentido de un pueblo organizado, activo, protagónico, en una palabra: ciudadano, cabe preguntarse por este supuesto en la específica realidad latinoamericana.

Para ello, conviene revisar brevemente cual ha sido el derrotero histórico en que los seres humanos hemos construido el concepto y la práctica de sociedad civil, o más esencial y permanente aún, de “ciudadanía”. Desde la cultura europea occidental dominante, el antecedente más clásico y temprano, tenido por arquetípico del sistema democrático, es el de las ciudades-Estado griegas, las “polis”, de hace ya 25 siglos atrás, cuyos habitantes eran considerados miembros de su comunidad política con derechos y obligaciones iguales en ella. Para cuyo resguardo adhirieron al sistema político democrático tal como lo concebimos en lo fundamental. Y, aunque la gran mayoría, dos tercios de los habitantes de ellas: los esclavos, las mujeres y los extranjeros, no tenían derecho ninguno, es innegable que el desarrollo ciudadano de los que sí lo eran, los hombres atenienses, alcanzó tal grado que en su fase de apogeo, los cargos públicos de gobierno se elegían simplemente por sorteo, a la suerte, pues cualquiera estaba capacitado para ejercerlos eficientemente y la ciudadanía entera era su contralor y co administrador, activa y protagónicamente.

Más bien ausente durante la denominada Edad Media, tal concepción clásica democrática, se reconfigura como una concepción política propia y distintiva –con excepciones y variantes, por supuesto- de la época moderna. Ello fue fruto de largos, complejos y desiguales procesos que pueden rastrearse incluso hasta el siglo XIV, pero que se asientan en lo fundamental en el siglo XVIII en toda la Europa occidental. Entre los más relevantes, se pueden señalar: el surgimiento -a fines del periodo medieval y de la economía feudal- de las ciudades autónomas y más tarde de los Estados-Nación; la racionalización del sistema legal y el surgimiento de la economía monetaria, más tarde mercantil y capitalista, sobre la base de concepciones políticas, filosóficas y morales de carácter individualistas y racionales, y de un desarrollo constante del conocimiento científico y la técnica.

De todo ello, surgieron los sectores sociales, civiles, emergentes (comerciantes, financistas y empresarios modernos, artesanos libres, obreros de las primeras fábricas manufactureras, entre otros), quienes re-definieron ética y jurídicamente, no sin luchas y negociaciones, sus derechos y obligaciones y, consecuentemente, el sistema político de sus comunidades, siguiendo una línea de transformaciones que, muy gruesamente, pueden rastrearse a través del medioevo (feudal y de ciudades autónomas), el Estado absolutista, el Estado nacional y el Estado moderno.

La burguesía europea, en lucha contra los privilegios de sangre de la nobleza absolutista, instaló la bandera liberal de la igualdad jurídica y el sistema democrático como sinónimo de justicia. El “iluminismo” ilustrado europeo elevó aquella idea a la categoría de un ideal y una ley histórica, asegurando que el desarrollo humano conducía unidireccionalmente a la homogeneización cultural y valórica de los Hombres. Como en la antigua Grecia, muchos quedaban afuera de esa igualdad, los esclavos afrodescendientes en los emancipados Estados Unidos, las mujeres en la Revolución francesa.

En la específica historicidad de la región latinoamericana, al margen del proceso europeo occidental, sí existió una rica sociedad civil, propia, auténtica, auto generada de sus propias condiciones históricas: las comunidades y pueblos indígenas. Desde la mirada del poder conquistador y colonial europeo, sin embargo, fue clasificada, sin apelación, como “barbarie”, “salvajismo”, “incivilización”, en el mejor de los casos, como “comunidad primitiva” o “modo de producción asiático”. Sobre esa negación, se construyó el totalitario Estado colonial, sin y contra esa sociedad civil pre existente.

El Estado nació así en América latina, con una herencia persistente hasta hoy: la de ente negador, excluyente y subordinador de la sociedad civil. Del etnocidio indígena y afrodescendiente, pasó casi naturalmente a la exclusión y subordinación, y represión, si hacía falta, además, de los pobres en todas sus variantes, a lo largo de los siglos XIX y XX.

Llegada la revolución de independencia, el ideario “liberal” europeo, con sus categorías ciudadanas, y sus supuestos, coincidió plenamente con los anhelos de terminar con la odiosa herencia de castas, dejada por los procesos de conquista y colonia, y extendidos, bajo nuevas formas, en las repúblicas.

Sin embargo, el ideario igualitario liberal y democrático de las elites que finalmente usufructuaron de la independencia de España, se limitaba sólo a la formalidad institucional. Incluso la ficción de igualdad puramente legal, expresada en medidas como el término de la esclavitud, los derechos civiles de las mujeres y de los pobres, demorarían muchas décadas y sólo muy tardía, y dificultosamente, serían alcanzadas. La pura ficción legal igualitaria y democrática, allí donde se consiguió, no sólo mostró su incapacidad de resolver las profundas y desgarradoras desigualdades estructurales, de carácter económico, político y cultural, sino que además las agravaba, encubriéndolas y legitimándolas.

Especialmente contra los pueblos indígenas, cuya auténtica igualdad requiere necesariamente de la reparación activa, por parte de los Estados, de aquellas injusticias estructurales históricas, considerándolos como sujetos colectivos y diferenciados culturalmente, más allá de la ficción homogeneizadora e individualista del ideario democrático europeo trasladado a la región.

La insuficiencia de sociedad civil

A la base de esta incapacidad de que la democracia política se tradujera en democracia social y cultural, estaba un desfase contextual enorme con la realidad europea. Mientras en el viejo continente, la democracia fue usada por mayorías ciudadanizadas, a lo largo de siglos (precisamente, las ciudades europeas tienen siglos de existencia con su rica experiencia comunitaria, al margen y contra el poder feudal medieval), en América Latina, grandes mayorías excluidas de las condiciones y experiencias básicas ciudadanizadoras (con solo muy recientes procesos urbanizadores, de alfabetismo, etc.), fueron la base para que elites que monopolizaban estos insumos, destrezas, experiencias y poder, usaran la democracia política como mecanismo de mantención de las exclusiones y desigualdades estructurales.

He ahí el núcleo esencial, el drama, de la tensión permanente, a veces traumática, de la democracia y la justicia en el continente, que tan tempranamente señalara Sucre.

De ahí la recurrente aparición de proyectos políticos que, buscando la justicia, aparentemente, sacrifican (al menos en la medida de la democracia clásica) la democracia. Así ocurre tempranamente con Bolívar, que ve en la realidad propia de la región, la necesidad de Estados fuertes y activos para frenar los poderes fácticos, tanto externos como internos, que, de hecho, impiden toda igualdad real para los pueblos, culturas, estratos y clases que sistémica o estructuralmente sufren relaciones inequitativas de dominación, explotación y exclusión.

De allí su necesidad de abandonar la formalidad democrática “clásica”: “…se equivocan los constructores de repúblicas aéreas” (1815). “No detengamos la marcha del género humano con instituciones que son exóticas…en la tierra virgen de América” (1822). “¿No dice el espíritu de las leyes que estas deben ser propias para el pueblo que se hacen? ¿que es una gran casualidad que las de una Nación puedan convenir a otras? Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte… que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos… ¡He aquí el código que debemos consultar y no el de Washington!” (1819).

Su propuesta de un “Presidente Vitalicio” en la Constitución Boliviana de 1826 (conocido como “Código Boliviano”), es un ejemplo contundente de este derrotero, cuya permanencia puede vislumbrarse, si lo comparamos a la “re elección indefinida” postulada por el actual Presidente venezolano, quien es, precisamente, “bolivariano”.

La presidencia vitalicia y otras propuestas de índole similar, que parecían violentar la libertad ciudadana, respondían a la visión de Bolívar de que el atraso y la negación secular de las castas pobres, la mayoría de la población, “la sociedad civil”, les impediría ser ciudadanos válidos y terminarían, de hecho, subordinados y explotados a manos de las oligarquías “democráticas”. A menos, precisamente, que hubiera instituciones –como la dicha y otras similares- que, desde un Estado fuerte (“las minas de cualquier clase pertenecen a la república…” 1829), frenaran a esa oligarquía e hicieran valer los derechos y el desarrollo de esas mayorías negadas y excluidas.

Mientras en Europa y EE.UU. la democracia liberal, con ausencia de Estado fuerte, era garantía para una masa de ciudadanos educados y en ascenso pujante, en América Latina el mismo modelo, sin modificaciones, era, de hecho, el juego formal donde los poderes fácticos subordinarían y explotarían a su antojo a las mayorías pobres y excluidas, por tanto, atrasadas cultural y políticamente. ”…la libertad y las garantías son sólo para aquellos hombres y para los ricos, y nunca para los pueblos…aunque hablan de libertad y de garantías es para ellos sólo para lo que las quieren y no para el pueblo que, según ellos, debe continuar bajo su opresión… revocando desde la esclavitud para abajo todos los privilegios…he conservado intacta la ley de las leyes: la igualdad. Sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos” (1824).

Que la resolución de esta tensión entre justicia y democracia no encuentra soluciones fáciles, se hace evidente si recordamos que el parangón formal para comparar el grado de libertad de la institucionalidad de Bolívar era siempre el modelo euro norteamericano, especialmente la muy admirada en la época Constitución norteamericana. Tenida por prototipo indiscutido de “libertad y democracia” por toda la intelectualidad progresista europea, a pesar de que en el mismo momento mantenía la esclavitud legal de los negros afroamericanos y el etnocidio de sus pueblos indígenas.

Por contraste, fueron los “demócratas” acusadores del “autoritario” Bolívar los que mantuvieron 33 años más la esclavitud; y quienes frustraron por otros 200 años el reconocimiento a la propiedad de sus “tierras de asiento y trabajo” a los pueblos indígenas, ambos decretados por Bolívar.

Por el contrario, derrotado Bolívar e impuesta la democracia (en sentido clásico), se perdía la justicia. Así lo constata, en 1851, justamente, el maestro de Bolívar, Simón Rodríguez: “Estos pobres pueblos, con la Independencia han venido a ser menos libres que antes… Ahora se los come vivo el primero que llega, y están expuestos a que, en un apuro, algún defensor de las garantías… los regale o los venda, con tierras y todo, a quien dé un titulejo o lo descargue de sus deudas”.

En el siglo XX, el peruano Raúl Haya de la Torre, en la búsqueda de un proyecto de soberanía nacional, inclusión y justicia social, necesariamente a través de un Estado fuerte, choca también con estos mismos discursos “liberales democráticos” “garantistas”: “Otra objeción que se desprende de esta facultad extraordinaria y exclusiva del Estado para controlar las inversiones de capital extranjero y las concesiones que a éste se hagan, ha de venir de los partidos de la libertad individual, del ejercicio del derecho de propiedad, de los devotos teóricos y prácticos de las libertades y derechos heredados de Roma en beneficio de la clase dominante, y, en última instancia, del imperialismo… El derecho individual debe estar limitado por las necesidades de la colectividad. Un libre contrato de concesión o de venta entre un ciudadano indoamericano y un capitalista yanqui no es un negocio privado. Repitámoslo mil veces: en esa libertad de contratación, en esa alianza entre el capitalista o latifundista o propietario minero o agrario nacional –pequeños capitales con relación al capitalismo imperial– y el capitalismo extranjero, radica en gran parte el problema de la soberanía de nuestros países… ” (1936). Llegando necesariamente a las mismas conclusiones anticipadas por Bolívar: “Para combatir abiertamente y vencer a tiempo los prejuicios –no los principios– democráticos y liberalizantes que el imperialismo usa en su servicio. El Estado Antimperialista plantea, pues, los nuevos lineamientos de nuestro sistema jurídico de defensa” (Ibíd.).

La pregunta crucial

Ante ello, vuelve la pregunta crucial e ineludible : ¿Es o no posible entonces la construcción de un orden social y político armónico entre Estado y sociedad civil ? O, dicho de otra manera, ¿Pueden alcanzarse conjuntamente justicia y democracia ?

La respuesta remite necesariamente a la cuestión de la existencia o insuficiencia de una sociedad civil, una ciudadanía, realmente existente, es decir, organizada, activa, protagónica.

Sólo sobre la base de estas preguntas, adquiere sentido, un sentido útil y explicativo, el concepto y el debate sobre « Gobernanza ». De allí que la cuestión de la construcción de una sociedad civil y ciudadanía se vuelve fundamental para alcanzar una auténtica gobernanza, donde al término del Estado, se sume, en la eciuación, el de la sociedad civil.

En esa encrucijada y en esa construcción, desarrollamos y adquiere sentido nuestro proceso de Asamblea regional de Ciudadanos/as.
· Elaborado por el Área de Metodología de la “Asamblea Regional de Ciudadanos”. Diciembre de 2007.

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