domingo, 27 de enero de 2008

Ficha Ciudadanía

SOBRE LA CIUDADANÍA.
Ficha.
Hacia la Asamblea Ciudadana regional de 2010.
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Como parte del desarrollo de una metodología que nos permita un mejor acumulado útil de las reflexiones colectivas de este proceso de ASAMBLEA REGIONAL CIUDADANA DEL CONO SUR, se entrega este documento preparatorio a los debates por continuar en los diferentes encuentros. Se trata de un insumo de partida a ser permanentemente revisado y corregido por el desarrollo mismo de los encuentros y reflexiones. Busca aportar en forma sencilla y útil información esencial acerca de la trayectoria histórica y actual del concepto y complejidades de la “ciudadanía”, temática fundamental cuyo desarrollo colectivo es un objetivo de nuestro proceso.


¿A qué llamamos ciudadanía?

Como ocurre con muchas otras nociones que manejamos usualmente, la ciudadanía se nos aparece, para usar una metáfora sencilla, como la proyección del rayo de luz de una linterna en la oscuridad. Su centro será fuertemente iluminado y podremos ver con claridad lo que cubre, pero a medida que trasladamos nuestra mirada a las orillas de esa proyección, la fuerza de la luz se debilitará y se harán tenues y difusas las formas o figuras de las cosas que alcanza. Así, la noción esencial de la “ciudadanía” como el “reconocimiento o estatus que ostenta un individuo frente a la organización política a la que pertenece, como portador de derechos y deberes exigibles”, surge como consenso mínimo y usual.

Sin embargo, al conocer los debates y reflexiones teóricas en torno a ella, así como los intentos de múltiples sectores por definirla o re-definirla, nos percatamos de que en ningún caso se trata de un concepto con un significado unívoco e incuestionado. Si bien, esto es propio de muchos, sino casi todos los conceptos -en la medida que éstos son, muy esencialmente hablando, “convenciones” o acuerdos de referencia o para su uso- en el caso de la ciudadanía, esta multiplicidad de enfoques tiene una relación particularmente estrecha con una característica indisoluble de ella: su carácter de “construcción histórica”. Lo cual significa que aquella idea de derechos y deberes del individuo con su comunidad toma cierta forma específica y concreta según cada “comunidad”, o sea, según el lugar y momento histórico en que tales derechos y deberes se definan, negocien, acuerden o impongan. Dicho en forma simple, serán la época, las circunstancias, los actores sociales y el Estado concretos, en cada caso particular, los que terminen de definir (con más o menos acuerdo o imposición) la forma de la ciudadanía.

En su abordaje menos riguroso y más esencial, resulta posible pensar que en toda comunidad, desde aquellas primitivas de nuestros más prehistóricos ancestros, han existido, aunque sea implícitamente reglas básicas de derechos y obligaciones para sus miembros, aun cuando estas no fueran iguales para todos. Y que, en general, ha habido un permanente proceso de lucha, conflicto, negociación, acuerdo o imposición, sobre lo que son o deben ser tales derechos y obligaciones, así como por el reconocimiento y cumplimiento de ellos. Proceso permanente que, según la perspectiva histórica (y el estado de ánimo) con que se mire, puede describirse como de ascenso hacia mayores niveles de derechos e igualdad en su ejercicio, con retrocesos transitorios (visión “optimista”); o bien, como de meras transformaciones, con variantes y matices, de permanentes exclusiones (visión “pesimista”).

En cada tiempo y lugar histórico, las diversas comunidades definieron, de ese modo complejo, tanto valóricamente -o sea, de acuerdo a criterios ético-morales de lo que es bueno y deseable- como políticamente -es decir, reconocidos como ley y, por tanto, exigibles con la fuerza coercitiva de la autoridad política- sus derechos y obligaciones.

Así, este “consenso” –más o menos impuesto o negociado- ético y jurídico, sobre los derechos y deberes del individuo con su comunidad fue quedando definido de muchas y diferentes formas y consagrado, muchas veces, en documentos considerados importantes como antecedentes de cómo los seres humanos buscamos permanentemente mejores formas de convivir socialmente. Es el caso temprano, entre muchos, de la Carta Magna de Inglaterra, que en el año 1.255 consagró, no sin una cruenta lucha, una serie de derechos a los nobles de la época para poner freno a la arbitrariedad absoluta del Rey.

Pero la raíz misma de la palabra “ciudadanía”, remite a su asociación con la ciudad, entregando una pista inicial de ese específico espacio como aquel donde encontró su origen este concepto. En efecto, es en las ciudades-Estado griegas, las “polis”, de hace ya 25 siglos atrás que encontramos la noción clásica de “ciudadanos”, es decir, de los habitantes de la ciudad, considerados miembros de su comunidad política con derechos y obligaciones iguales en ella. Y es este carácter igualitario de los derechos y obligaciones -para cuya garantía adhirieron al sistema político democrático- lo que les otorga a éstos ser considerados propiamente los primeros arquetipos en ejercer la “ciudadanía”, propiamente tal, cuya noción esencial está actualmente vigente. Como puede inferirse de la expresión de autores especializados en la materia: “La ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica”.[1] Aún cuando -y he ahí el carácter histórico y dinámico de la ciudadanía- en aquellas “clásicas” democracias la gran mayoría, dos tercios de los habitantes (los esclavos, las mujeres, los extranjeros), no tenían derecho ninguno.

Más bien ausente durante la denominada Edad Media, tal concepción clásica, igualitaria, de la ciudadanía, con su consecuencia de gobierno democrático, se reconfigura como una concepción política propia y distintiva –con excepciones y variantes, por supuesto- de la época moderna. Ello fue fruto de largos, complejos y desiguales procesos que pueden rastrearse incluso hasta el siglo XIV, pero que se asientan en lo fundamental en el siglo XVIII en toda la Europa occidental. Entre los más relevantes, se pueden señalar: el surgimiento -a fines del periodo medieval y de la economía feudal- de las ciudades autónomas y más tarde de los Estados-Nación; la racionalización del sistema legal y el surgimiento de la economía monetaria, más tarde mercantil y capitalista, sobre la base de concepciones políticas, filosóficas y morales de carácter individualistas y racionales, y de un desarrollo constante del conocimiento científico y la técnica.

Todo ello, llevó a los sectores emergentes (comerciantes, financistas y empresarios modernos, artesanos libres, obreros de las primeras fábricas manufactureras, entre otros) a re-definir ética y jurídicamente, no sin luchas y negociaciones, sus derechos y obligaciones y, consecuentemente, el sistema político de sus comunidades, siguiendo una línea de transformaciones que, muy gruesamente, pueden rastrearse a través del medioevo (feudal y de ciudades autónomas), el Estado absolutista, el Estado nacional y el Estado moderno. Muy sumariamente, pueden señalarse a la “Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica”, recién nacidos de su guerra revolucionaria contra el dominio Inglés, del año 1.776; y a la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, de la arquetípica Revolución Francesa, del año 1.789, como los documentos fundantes de este período, emulados en casi todo el mundo occidental de la época, como lo testimonian, para el caso de Chile, el Manifiesto de la Independencia y la Constitución Política del año 1.818. Con la salvedad dinámica e histórica de siempre, pues tales procesos, al igual que los clásicos griegos, no estuvieron exentos de contradicciones y limitaciones. Así, los esclavos afro americanos, debieron aún esperar varias décadas para obtener la condición de “libres” y todavía casi dos siglos más para ser “civilmente” ciudadanos norteamericanos; así lo señaló con lucidez Simón Rodríguez, el maestro del Libertador Bolívar y precursor educacional y ciudadano de la región: “Estados Unidos: Lo consideramos como el país clásico de la Libertad; nos parece que debemos adoptar sus Instituciones, solo porque son Liberales… pero… los angloamericanos han dejado, en su nuevo edificio, un trozo del viejo –sin duda para contrastar- sin duda para presentar la rareza de un HOMBRE mostrando con una mano, a los REYES el gorro de la LIBERTAD y con la otra levantando un GARROTE sobre un Negro que tiene arrodillado a sus pies”.[2] A su vez, los “revolucionarios franceses”, portadores de la filosofía política de la “ilustración”, fuente originaria de la concepción moderna de la ciudadanía, decapitaron, entre otros, a Olympes de Gouges por su “Declaración de los Derechos de las Mujeres”.

Esta línea o tendencia fundamental de desarrollo de la ciudadanía moderna, muy esencialmente expuesta, se articuló, de acuerdo a los contextos particulares de cada región o país, con diversas formas o variantes específicas de ciudadanías concretas, nominadas como “tradiciones diferenciadas” de ciudadanía por diversos autores.

La visión evolutiva

A partir de esta fundamental instalación de la “ciudadanía” moderna en la cosmovisión social y la agenda política de la Europa occidental y los EE.UU. (que habrían de dominar el orden mundial subsiguiente), ella iniciaría un largo proceso de evoluciones –retrocesos esporádicos- y transformaciones, en directa relación con los complejos cambios económicos, políticos, sociales, y culturales. Ello dio pié a una bastante consensuada visión evolutiva y cronológica respecto del conjunto de derechos que configuraban la ciudadanía, de la cual el sociólogo chileno Marcelo Martínez entrega una buena sinopsis esencial: “...mientras en el siglo XVIII la burguesía incipiente se levantó contra la tradición absolutista, la ciudadanía se adjetivó como civil, asociándola a las libertades básicas de las personas, tales como la libertad de palabra, de pensamiento, de acción, de propiedad, etc.; en el siglo XIX, con la construcción de las democracias, se la adjetivó de política, para referirse a la sumatoria de los derechos civiles conquistados, con el derecho general de participación en el poder, y los derechos específicos de elegir y ser elegido. Luego en el siglo XX, a la ciudadanía se le adjuntó el adjetivo social, para referirse a los derechos civiles y políticos, más los derechos al bienestar y la seguridad, reclamados ante las consecuencias perversas dejadas por el desarrollo capitalista”.[3] Esta “evolución” (gradual y acumulativa) de los derechos ciudadanos fue entendida, entonces, como un proceso de luchas, por parte de los no ciudadanos o de quienes no tenían una ciudadanía completa o plena, es decir, sin o con menos derechos, por hacer crecientemente efectiva la igualdad básica presupuesta en la ciudadanía y negada por las iniquidades –o “perversidades”, como las nomina Martínez- de la realidad, primero semifeudal, más tarde capitalista (en muchos casos, conjuntamente).

Dicha visión ha sufrido numerosos y diversos cuestionamientos, sobre todo a partir del descrédito[4] y consecuente desmantelamiento, a partir de la década de 1.980, del denominado “Estado de Bienestar”, surgido en la post segunda guerra mundial, puesto que en su presencia expandida y determinante de la regulación estatal y su garantía de un bienestar socioeconómico mínimo -y aún creciente- para todos, es donde había encontrado su mayor fuerza explicativa. La “regresión” de hecho que implicó el desmantelamiento neoliberal de aquella seguridad social estatal, trajo inevitablemente dudas sobre el carácter de creciente desarrollo atribuido en aquella visión a los derechos ciudadanos. Ya los regímenes fascistas, autoritarios y excluyentes, elegidos democráticamente o que contaban al menos con amplio apoyo popular, en la Europa de entre guerras mundiales, habían instalado esas dudas; y las violaciones a los Derechos Humanos más fundamentales, por regímenes militares de facto, particularmente en América Latina, inscritos, precisamente, en el desmantelamiento del Estado de Bienestar, no hicieron sino alimentarlas. A ello se sumaron, en la época más reciente, diversos planteamientos sobre nuevos derechos cuyo reclamo imponían con fuerza sectores y grupos sociales emergentes, tales como los de género, ambientales, étnicos, de identidades sexuales no tradicionales, de migrantes, entre muchos otros, que implicaban una crítica, al menos por incompletos, a los derechos convencionalmente aceptados en aquella visión, que recibió adicionalmente, críticas por su separación analítica y cronológica de los derechos desde el planteamiento, hoy predominante, de que tales “grupos de derechos” son indisolubles y se presuponen unos a otros en un todo necesariamente simultáneo; puesto que no puede haber un real o pleno ejercicio de los Derechos civiles y políticos, sino se cuenta con un real y pleno ejercicio de los Derechos económicos, sociales y culturales, y viceversa. Como lo muestran numerosos ejemplos históricos, ellos están en mutua tensión y condicionamiento permanentes, en razón de la unidad sustancial de la dignidad humana, más allá de las diferentes y distinguibles dimensiones de los Derechos en que se expresa. Un ejemplo importante en nuestra región de este reconocimiento de los diferentes tipos de derechos como un “todo indisoluble que requiere tutela y promoción permanente” puede encontrarse en el llamado Protocolo de San Salvador de 1.988. [5]

A pesar de estos cuestionamientos, sin embargo, la visión evolutiva de los derechos sigue subyacente en el sentido de que la historicidad, la construcción social-epocal, de la ciudadanía cristaliza en un proceso permanente de demanda, lucha y consecución de derechos, impuestos primero culturalmente como legítimos y consagrados después jurídicamente (ya sea como agregación, desarrollo o redefinición de ellos). Tal visión ha sido también instrumentalmente útil en el abordaje analítico de los Derechos Humanos, desagregados en derechos de 1°, 2°, 3° y 4° generación, permitiendo así, paradojalmente, la inclusión de los nuevos y complejos temas y desafíos ciudadanos que se esgrimieron como crítica inicial a ella. Las nuevas, dinámicas y complejas transformaciones epocales han ido extendiendo permanentemente el debate hacia emergentes concepciones de la ciudadanía, tales como “multicultural”, “activa”, “participativa”, “de governance”, “de empoderamiento” y muchas otras.

Los Derechos Humanos

Dada la centralidad histórica de las potencias occidentales que incorporaron de manera fundamental la ciudadanía moderna en su agenda pública, fue inevitable la “universalización” (a veces impuesta, a veces consensuada, siempre asumida como sentido común legitimado) de su noción de ciudadanía como noción propia de la humanidad toda. A tal punto, que todavía hoy somos testigos de cómo el gobierno de EE.UU., entre otras motivaciones y argumentos, señala la extensión “civilizadora” de este ideario como una de las razones para agredir militarmente a sociedades distintas, lejanas y tecnológicamente más pobres.

Muy esencialmente, la interconexión económica creciente de los diversos países, de base tecnológica, sobre todo en transportes y comunicaciones, acentuada a partir del siglo XIX, hizo necesario el establecimiento de instancias de diálogo y negociación política, en lo posible reguladoras, de los múltiples intereses en choque, entre ellas, muy señaladamente las Naciones Unidas. Al mismo tiempo, las experiencias del movimiento obrero y revolucionario, junto al descrédito de las masacres y horrores en las guerras mundiales, hicieron necesario acoger la demanda de la mayoría de los pueblos del mundo de un reconocimiento y garantía universal a un conjunto de derechos mínimos, inviolables e irrenunciables, propios de la persona humana, nacidos del sólo hecho de existir y vivir en comunidad. Una suerte de “ciudadanía universal”, ya prefigurada en varias experiencias y reflexiones antecedentes, tales como las de la independencia norteamericana y la revolución francesa. Ello, a pesar de que tal normativa es parte de un ordenamiento global en el que las desigualdades de poder son el eje estructurante, lo cual tensiona y deslegitima en mayor o menor grado su operatoria. Es el caso, por ejemplo, de los Juicios de Nuremberg, post segunda guerra mundial, en los cuales se juzgó y condenó a los criminales de guerra nazis, lo cual contó con el unánime consenso internacional, pero que despertó críticas pues se trató de un tribunal constituido después de los hechos juzgados, lo cual viola un principio jurídico básico, y donde los aliados vencedores de la guerra actuaron como juez y parte, además de no ser juzgados ellos mismos por crímenes tan horrendos o peores, como las bombas atómicas lanzadas en Japón contra población civil, sobre mujeres, niños y ancianos, incluso contra sus descendientes aún no nacidos, pero condenados a sufrir los horrores de la radiación atómica. A pesar de ello, sin embargo, tal normativa internacional se ha abierto paso y la Declaración Universal de los Derechos humanos constituye un hito relevante en ella.

El momento histórico, fue el 10 de diciembre del año 1.948, día en que, tras un largo y complejo proceso anterior de negociaciones sobre su contenido, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó una Carta con la “Declaración Universal de Derechos Humanos”. Una vez más, el carácter de construcción social epocal se puso en evidencia al ser señalados por diversos autores y sectores críticas respecto de contradicciones e insuficiencias de la Carta y sus nociones. Desde sectores de la izquierda política, por ejemplo, se los calificó, no como derechos humanos, sino como derechos “burgueses” (a los que se oponían otras convenciones posibles como los derechos “del pueblo”, “necesidades humanas”, entre otras), debido a que en los N°s 1 y 2 de su artículo 17 establece el derecho y garantía a la propiedad individual, en general, lo que incluye la propiedad de los medios de producción, evidenciada en la obra de numerosos pensadores críticos -entre los más connotados, Carlos Marx- como fuente de las iniquidades económico sociales, que vulneran, a su vez, en la práctica, casi todos los demás derechos de una gran mayoría de no propietarios de esos medios. Debate que cobra nuevas dimensiones de actualidad, ante la creciente “propiedad”, a través de la inscripción de patentes ante el Estado norteamericano, de la biodiversidad del planeta, como en el caso de la de Perú, la más grande reserva del mundo, donde los productos posibles de derivar de su flora son “patentados” por industrias japonesas y norteamericanas a un promedio de 4 especies diarias. Incluso los propios genes que conforman el mapa del genoma humano, al ser capturados y aislados, están siendo “patentados”, en loca carrera, por un puñado de empresas de biotecnología,[6] expropiando así a la humanidad del más esencial patrimonio de todos y todas, a favor del lucro empresarial de unos pocos, a pesar y en contra, entre otras, de la Resolución Soberanía Permanente sobre los Recursos Naturales de 1962; el Convenio Sobre Diversidad Biológica de 1.992; la Declaración del Genoma Humano y Derechos Humanos de 1.997; y la Declaración de UNESCO de 2.005; todas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Desde otro ángulo, se cuestionó a los Derechos Humanos su pretensión de universalidad humana, en sentido “antropológico”, es decir, como connaturales, fuera o más allá del tiempo y la cultura. Así lo señala, por ejemplo, el editor de New Left Review, Perry Anderson: “El hecho obvio es que no puede haber derechos humanos como si fuesen datos de una antropología universal, no solamente porque su idea es un fenómeno relativamente reciente, sino también porque no hay ningún consenso universal en la lista de tales derechos...No hay ningún criterio racional para discriminar entre tales construcciones... Lo que normalmente representan son intereses, y es el poder relativo de estos intereses lo que determina cual de las diversas construcciones rivales predomina. El derecho al empleo, por ejemplo, no tiene ningún estatuto en las doctrinas constitucionales de los países del Norte, el derecho a la herencia, sí”.[7]

Al mismo tiempo, en aparente paradoja, los Derechos Humanos han sido enarbolados, irónicamente, de manera especial por sectores de la izquierda, para defender a las personas frente a los crímenes y abusos del poder político, con innegable fuerza cultural, cuando no ha habido estado de derecho vigente, y también con fuerza jurídica, cuando han operado las resoluciones de instancias internacionales que han obligado a Estados nacionales a acatarlos. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción? La clave parece estar en al carácter de construcción socio-histórica de todos los derechos, en particular de los Derechos Humanos. Ciertamente, Anderson tiene razón al cuestionar toda pretendida naturalización antropológica de los mismos y en señalar la imposibilidad de discriminar racionalmente en forma absoluta su contenido. Sin embargo, ello no niega su necesidad y su utilidad social y práctica, así como su objetivo consenso, tanto ético como jurídico, histórico epocal; las propias denominaciones de “declaración”, “convención”, “convenio”, “acuerdo” para los instrumentos de normativas internacionales son en sí mismas expresión de su carácter concientemente consensuado. ¿Que tal consenso está sujeto a transitoriedad, tensiones, críticas y transformaciones? Por supuesto, como todos los derechos (y aún todas las ideas sobre cualquier tema) no pueden dejar de estarlo. ¿Que en referencia a esta objetiva construcción, consensuada e histórica (más o menos negociada o impuesta), sí puede circunscribirse la argumentación racional para sustentarla? Claro, de lo contrario, tal construcción no tendría fuerza operante ni utilidad en la práctica, como sí ha demostrado tenerla.

El pensador francés Jacques Maritain expuso con gran lucidez la imposibilidad absoluta y, al mismo tiempo, la plausibilidad y necesidad histórica epocal, de la determinación racional de los Derechos Humanos, que están por igual a la base de la Carta: “...la justificación racional es indispensable, y al mismo tiempo impotente, para crear el acuerdo entre los hombres...[sin embargo] Los hombres de hoy advierten, más plenamente que en el pasado, aún cuando todavía de un modo imperfecto, un número de verdades prácticas relativas a su vida en común sobre las cuales pueden llegar a acuerdo”.[8] La temporalidad (y transitoriedad) de los derechos es consustancial y explícita. El criterio de la racionalidad (verdad) con los que se discriminan es “práctico”, de necesidad y utilidad para la vida social; se sustentan en un “acuerdo” (más o menos negociado o impuesto), reconocido como todavía “imperfecto”, es decir, variable, re-definible, perfectible. Es -por usar una figura sencilla, y muy elemental, por supuesto- como las reglas de algún juego, el fútbol por ejemplo, que no son “connaturales” al hombre, que fueron inventadas y aún modificadas en alguna época, que bien pudieron ser de otra manera distinta y pueden serlo en el futuro, pero que han sido acordadas, son respetadas y operan en la práctica, siendo útiles, incluso indispensables, para poder jugarlo. Así, es entre los extremos conceptuales y analíticos que la realidad social, histórica y práctica, aterriza el papel de los Derechos Humanos. Ni ficción absoluta, sin validez alguna; ni tampoco datos naturales e inmodificables de una antropología universal. Sí, consenso ético, mínimo y práctico, transitorio y perfectible, acordado e impuesto como válido por los seres humanos de hoy, en base a la experiencia histórica común.

Las diversas Cartas y Convenciones (también las Conferencias Mundiales) sobre derechos universales específicos, surgidas y en surgimiento, a partir de la Declaración de Derechos Humanos del año 1.948, tales como las referidas a mujeres, niños, migrantes, medio ambiente, entre muchos otros, muestran incontestable evidencia del carácter de construcción social, no natural ni inmanente, de los mismos, pero también de su validez como verdad práctica, contextual, percibida y exigible, necesaria y útil, más aún, imprescindible e irrenunciable.

Un movimiento permanente

Cuando las esposas de los trabajadores de uno de los más importantes sindicatos mineros de Chile, plantean la demanda laboral de incluir en los planes de salud de sus esposos el tratamiento para borrar las arrugas de la piel, conocido como “lifting”, estamos frente a un caso notorio –extremo pero útil para la ilustración- del carácter dinámico, cambiante de acuerdo a los contextos de época, de los intereses legítimos, demandas y derechos ciudadanos, donde las consagraciones jurídicas universales obtenidas por derechos específicos, constituyen sólo un hito en la dinámica de construcción social de toda ciudadanía. El proceso, de suyo complejo y no siempre ordenado de ese movimiento permanente, muy esencial y esquemáticamente, puede describirse en forma de fases analíticas como sigue:


1) Ámbito social (contexto epocal) 2) Ámbito político
(Ciudadanos debaten ---------------------------à (Ciudadanos plantean
su situación y derechos) demanda de cambio, redefinición o
creación de derechos)

3) Lucha / Conflicto --------------------------à 4) Consagración cultural
(Con quienes se oponen) (Legitimidad ética y argumental generalizada)

5) Acuerdo / Negociación / Imposición
(Para definir incorporación jurídica de la demanda)

6) Consagración jurídica
(Exigible coercitivamente ante ----------------------à 7) Nueva ciudadanía modificada
la autoridad política)

Los ciudadanos (o sectores de ellos), en un contexto social y epocal complejo y dinámico, debaten su situación y derechos y deciden plantear una demanda de tipo político, es decir, que la organización política reconozca su petición de derechos (modificación, abolición o creación). Se desarrolla una lucha o conflicto con quienes se oponen a cumplir esa demanda, cuyo grado de intensidad y formas (legales, extralegales, etc.) dependerá de cada caso. Aún cuando el análisis histórico ha tomado el criterio de distinguir entre un rol activo ya sea de la ciudadanía o de la autoridad política (normalmente, el Estado) en la definición de los ordenes normativos ciudadanos, éste obedece sólo a una apreciación de énfasis, ya que el rol gestor decisivo de los ciudadanos en el proceso está siempre presente y, por lo general, un mayor rol de iniciativa por parte de la autoridad política es resultado, de hecho, de la derrota (en diversas formas y grados) de la lucha de los ciudadanos por desempeñar ese rol y consagrar su demanda. Esta lucha, a su vez, es de un doble carácter simultáneo, cultural y político-jurídico, busca hacer parte del sentido común de la mayoría ciudadana la demanda, es decir, volverla legítima ética y argumentalmente, y al mismo tiempo, busca también la consagración y garantía jurídica de ella por parte de la autoridad política; ambas dimensiones de esa lucha se determinan mutuamente en formas y grados definidos en cada caso concreto. De tener éxito, quienes plantean la demanda ciudadana, logran hacerla parte del sentido común (de la mayoría suficiente) para ganar el conflicto o lucha y conseguir así la consagración jurídica, es decir, volverla legal y coercitivamente exigible en la sociedad, estableciéndose una nueva ciudadanía oficial, diferente a la inicial, cuya forma final dependerá de los diversos grados de negociación, acuerdo o imposición con quienes se oponen a la demanda. Este proceso esencial es apuntado con claridad, para la situación contemporánea, por Marcelo Martínez: “La eclosión de pluralidades, los movimientos migratorios, el surgimiento de derechos culturales, étnicos, de género y sexuales, por nombrar sólo algunos; evidenciados a través de problemas y conflictos sociales, han acabado por ser también conflictos jurídicos y políticos”.[9]

Cabe señalar la plausibilidad de agregar todavía una octava etapa o momento analítico al esquema planteado, referida al eventual desajuste regresivo entre la normativa jurídica, que consagra derechos ciudadanos y las prácticas de incumplimiento o negación de ella, por parte de autoridades o sectores de la ciudadanía respecto de otro sector. Se produce, entonces, eventualmente, una nueva lucha, ahora por el cumplimiento de la normativa y la sanción de quienes la incumplen.

Finalmente, no debe olvidarse el hecho de que en innumerables ocasiones históricas, en razón de diversas y complejas razones, se aprecian claras involuciones o retrocesos en la definición y operatoria del ejercicio de derechos. Con todo, tal proceso dinámico de las formas de ciudadanía, de los derechos que la constituyen, ha dado pié a visiones de progresión permanente, creciente y acumulativa, bastante generalizadas, sino predominantes, entre los diversos autores que abordan la temática. Este movimiento permanente en la construcción de la ciudadanía es señalado, entre otros, por Tom Bottomore: “...he sostenido que todos ellos –(los derechos) civiles, políticos y sociales- se encuentran en continuo desarrollo y que en ningún momento histórico debe esperarse una forma final y definitiva”.[10] El pensador francés Teilhard De Chardin formuló, entre otros, la concepción del desarrollo histórico humano mismo como de una “complejidad creciente”, a la cual los sistemas normativos buscarían constantemente adaptarse, produciéndose el desarrollo o reconfiguración continúa de la ciudadanía.[11] Por ello, cabe esperar que las actuales nuevas demandas, tales como el reconocimiento a los diversos tipos de familia, los derechos al matrimonio civil de los homosexuales (otorgados sólo en el último año por España, la Corte Suprema de Massachussets, EE.UU., y el Estado de Río Grande Do Soul en Brasil, entre otros),[12] de los consumidores, de sufragio a los cientos de miles de chilenos en el exterior que sufren una inexplicable negación de sus derechos político-electorales,[13] de democratización del espacio telecomunicacional, etc., sean el preámbulo de continuas emergencias de nuevos derechos y demandas que readaptarán la ciudadanía a las exigencias de los nuevos contextos epocales.

La expresión más usual de esta “trayectoria” es la formulación de “generaciones” de derechos. En efecto, existe hoy consenso en agrupar a los derechos originarios “tradicionales” y a los muchos nuevos derechos, posteriormente consagrados o en actual gestación, en un solo continuo “generacional”. Muy sumariamente, los de 1° Generación refieren a los civiles y políticos, garantías individuales (a la vida, a la integridad física, etc.), libertades (de asociación, de petición, etc.) y de ciudadanía política (a elegir, a ser elegido, etc.); los de 2° Generación aluden a los derechos sociales y económicos (empleo, educación, vivienda, salud, etc.) y culturales (a la identidad y autonomía nacionales, reconocimiento cultural, etc.); los de 3° Generación, a los derechos colectivos, tales como la paz, la calidad de vida y la solidaridad. A ellos, se agrega hoy el debate y creciente aceptación de una 4° categoría, la de las obligaciones éticas o “responsabilidades Humanas” con el medio ambiente y las futuras generaciones. Este continuo, aquí muy simplificadamente expuesto, es la expresión y el resultado, en el ámbito del debate y las convenciones conceptuales, de las dinámicas histórico-sociales de la propia realidad que jalonan e imponen la construcción y reformulación permanente de la ciudadanía en los últimos dos siglos.

Tensiones y transformaciones

Pero, ¿cómo exactamente es que se producen estos cambios en la realidad? Una respuesta útil, es señalar que ocurren a través de “tensiones”, es decir, contradicciones o choques, más o menos fuertes, según cada caso, entre los derechos que efectivamente se ejercen en la práctica y los que las personas sienten que les corresponden. Revisaremos a continuación algunas de las más esenciales tensiones que, en diversas manifestaciones sociohistóricas, han derivado en nuevas formulaciones de ciudadanía. Estas tensiones expuestas aquí como pares opuestos, se expresan en la realidad como continuos (a veces y en distintos grados como pares complementarios). Corresponden a la descripción de elementos que han sido separados -sólo para efectos del análisis- de la realidad, donde están integrados en una totalidad. De manera que son útiles a la reflexión, pero -como separaciones o recortes hechos por el observador- se superponen, cruzan o complementan en la realidad, y en ningún caso agotan las posibilidades de abordaje del tema.

Tensión exclusión / inclusión

Esta tensión aparece en el centro mismo de la dinámica de construcción-reformulación histórico social de la ciudadanía. En efecto, la percepción de un sector ciudadano de que posee un derecho legítimo y que éste no le es reconocido o le es vulnerado en su cumplimiento -que está en el origen de la dinámica- puede precisarse conceptualmente como una tensión entre un interés legítimo y su consagración cultural y jurídica. En términos sociales, se trata, entonces, de una dinámica de inclusión, de un derecho que estando excluido busca ser incluido y, de hecho, se incluye, primero como demanda, después como lucha (por su consagración cultural y jurídica), y finalmente, de tener éxito, como derecho consagrado y exigible. Es decir, muchas o casi todas las demandas ciudadanas surgen como intereses legítimos, esto es, sentidos y percibidos como correctos desde el punto de vista ético, aún cuando todavía no están consagrados jurídicamente o incluso cuando el ordenamiento jurídico los niega. Debate éste de carácter permanente, cuyos antecedentes son rastreables hasta la Grecia antigua, donde la tensión entre la justicia (como valor) y lo legal (como sistema concreto de normas) fue ampliamente debatida. Así ocurrió históricamente, por ejemplo, con los derechos civiles (a elegir y ser elegidos, etc.) de los afro americanos que les eran negados legalmente hasta la década de 1.960 en EE.UU., o con los trabajadores chilenos, cuyos derechos laborales más básicos (a remuneración, a descanso, a sindicalizarse, etc.) no les fueron reconocidos legalmente hasta partir de mediados de la década de 1.920, por dar sólo algunos ejemplos.

Hoy día, en Chile y el mundo la demanda por el reconocimiento jurídico de las libertades a ocupar los espacios de radiocomunicación, por parte de quienes sostienen radios y canales de TV. comunales y locales, así como la demanda por parte de quienes pertenecen a las identidades sexuales no tradicionales (homosexuales, lesbianas y otros) para conseguir el reconocimiento jurídico de su derecho al matrimonio y constituir familias, son algunos, entre muchos ejemplos, de esta tensión entre la exclusión social y jurídica de estos “intereses legítimos” (derechos ciudadanos sentidos y percibidos) y la demanda de inclusión de los mismos como derechos ciudadanos en plenitud.

Más allá de la separación analítica de estos dos ámbitos, jurídico y simbólico cultural, existe un procedimiento usual, por parte de quienes luchan por la inclusión de su demanda ciudadana, para hacerlos interactuar, argumentando con fuerza que su demanda dimana, se desprende o desarrolla consecuentemente, del ordenamiento normativo jurídico vigente, ya sea de las leyes, de la Constitución Política del Estado o de la normativa internacional. Se da fuerza así, tanto a la legitimación ética cultural de esa demanda ante las mayorías ciudadanas, como también y simultáneamente, a través de la interpretación legal antecedente, a su exigencia de reconocimiento jurídico. La cuestión de los derechos de los migrantes, precisamente, es un ejemplo, quizás de los más actuales y acuciantes, respecto de esta tensión de inclusión de sus legítimas demandas específicas, como extensión consecuente de numerosos ordenamientos jurídicos antecedentes y en vigencia, tanto nacionales, como internacionales.

Tensión igualdad / diferencia

El hecho de que la mayoría de las luchas por los derechos a lo largo de la historia tomara la forma concreta de la demanda por adquirir una ciudadanía en “igualdad” de derechos y deberes para todos, en contra de ordenes normativos que consagraban privilegios excluyentes a ciertos sectores solamente, en especial en la época de las revoluciones y transformaciones democráticas modernas en occidente, instaló fuertemente el supuesto de que la ciudadanía, por definición, implicaba una igualdad indiferenciada de derechos y deberes y que, por el contrario, todo planteamiento de establecer normativamente distinciones o diferencias era, de suyo, atentatorio a los principios democráticos de la ciudadanía.

A ello, se sumó también la estrecha vinculación entre el surgimiento histórico de la ciudadanía moderna y la configuración de comunidades que precisaban defender urgentemente su derecho a la existencia. Al principio, las primeras ciudades surgidas en los márgenes de la feudalidad y que debieron negociar y muchas veces defender militarmente su autonomía frente a los poderes feudales. Más tarde, la irrupción de las identidades étnico-nacionales que por lo general debieron librar más feroces y más prolongadas luchas para alcanzar la existencia, proceso en el cual llegaron a identificarse con la organización política, el Estado, e impusieron esa identidad a los derechos y deberes dentro del mismo. En ese contexto, cualquier diferencia equivalía simplemente a “estar afuera” de la comunidad y ser, de hecho, una amenaza debilitadora, cuando no una traición, para ella.

Finalmente, el “iluminismo” ilustrado, gestor de buena parte de la filosofía ciudadana moderna, impuso la idea hegemónica de que el desarrollo humano conducía unidireccionalmente a la homogeneización cultural y valórica de los Hombres; toda distinción o diferencia -las que, en esa concepción, “sólo dividían y enfrentaban” a los Hombres- constituían, de suyo, un signo de atraso, que sería crecientemente dejado atrás por el progreso científico, técnico y moral, basado en el predominio de la razón. Tal idea “igualitarista” fue parte –y, en algunos casos, alcanzó versiones exacerbadas- de la mayoría de las corrientes ideológicas predominantes hasta el siglo XX. De ese modo, no quedó espacio en el ámbito de la legitimidad ética-cultural, ni tampoco en el de las normativas jurídicas para eventuales derechos a la diferencia, vistos como signos de privilegio injustificado, signos de atraso o amenazas a la integridad de la comunidad política.

La propia normativa internacional contemporánea, inaugurada con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, mostró la fuerte incidencia de esta concepción, como lo evidencia la posterior necesidad de ese mismo organismo de emitir numerosas Convenciones y Declaraciones Internacionales en que se reconocen derechos específicos, es decir, justamente, “diferentes”. Por señalar sólo un ejemplo, la consideración de las minorías étnicas aparece explícitamente sólo una vez en toda la Declaración de los Derechos Humanos y no para refrendar ningún derecho distintivo de éstas, sino como uno de los múltiples grupos a los que debe alcanzar la educación fraterna y tolerante (artículo 26, N°2).

Sin embargo, múltiples emergencias de pueblos, grupos y sectores de personas en todo el mundo exigiendo su derecho específico a ser reconocido como, y a vivir, “diferente” planteó cuestionamientos cada vez más extendidos a aquella visión homogeneizadora propia de la modernidad. No sólo las propias Convenciones y Declaraciones Internacionales, sino sus concomitantes cambios en el ámbito de los movimientos sociales y políticos, ético-culturales, y jurídicos a nivel de legislaciones nacionales, han mostrado y continúan mostrando una creciente diferenciación de los derechos. Pueblos originarios, mujeres, identidades sexuales no tradicionales, migrantes, minusválidos, entre otros, aparecen como sujetos ciudadanos que demandan el reconocimiento y garantía de su especificidad, identidad o autonomía. El propio proceso de globalización en marcha, al tiempo que genera una innegable suerte de nueva cultura e identidad “global”, sobre todo a nivel de patrones culturales (de consumo, valóricos, etc.), genera fuertemente también la emergencia de todo tipo de identidades locales, de resistencia o defensa por parte de muchos quienes la perciben como una amenaza.

Por todo ello, se han planteado concepciones del Estado y la ciudadanía que sean incluyentes e integradoras de estas diferencias, tales como “Multicultural”, “Pluralista”, de la “Diversidad” o de la “Diferencia”. Muy sumariamente, éstas implican, entre otros, algunos supuestos esenciales. Entre ellos, que todas las diversas identidades, culturas y pueblos son igualmente valiosas, tienen iguales derechos y deberes, y se precisan y se son útiles unas a otras, precisamente, por ser diferentes. Que su existencia no puede ser simplemente negada, imponiendo una concepción única, etnocéntrica o culturalmente totalitaria, puesto que ella continuará, generando dañinos conflictos sociales (discriminación, racismo, odiosidad étnica, choques culturales, religiosos, etc.), ni tampoco resuelta por un extremo relativismo cultural, de indiferencia, evasión o rechazo al necesario dialogo, debate y convivencia intercultural respetuosos, lo que lleva a situaciones de fragmentación y ghetos estancos que incuban potencialmente aquellos mismos peligros sociales.

Muy sumaria y esquemáticamente, pueden desagregarse 3 grandes grupos de ciudadanos cuyos derechos específicos reclaman reconocimiento y garantía, en la sociedad contemporánea. 1) Los grupos de diversidad cultural o sin estatus ciudadano pleno por su condición: inmigrantes, identidades sexuales no tradicionales, minorías religiosas, y otros similares, que precisan modificaciones, agregados o reformulaciones de normativas vigentes que desconocen o niegan su existencia y derechos a ser lo que son. 2) Los pueblos originarios (llamados en la teoría ciudadana “minorías nacionales”), quienes requieren reconocimiento constitucional a su existencia, territorios y cultura, y derechos al autogobierno relativo permanente. 3) Los grupos vulnerables o desfavorecidos: los pobres, minusválidos, niños, personas de la tercera edad, que sufren enfermedades catastróficas y otros similares, quienes requieren garantías especiales de defensa y promoción, a modo de “discriminaciones positivas”.

En la práctica, esta tensión entre igualdad y diferencia no encuentra soluciones fáciles. Así lo muestra, por ejemplo, el hecho de que algunos sectores, pretendiendo combatir el racismo, es decir, la idea -sin respaldo empírico y dañina socialmente- de que existen distintos “tipos” biológicos de seres humanos, unos superiores a otros, apelan a la negación de las diferencias -que sí existen- a nivel de rasgos étnicos, es decir, físicos y culturales, de diversas comunidades. Se pasa así de una situación de discriminación y desprecio errados hacia una comunidad, en razón de sus rasgos físicos y culturales diferentes, a la negación –también errada- de ella, pretendiendo subsumirlos a todos en una “igualdad” absoluta y excluyente (“latinoamericana”, “humana”, etc.), a cambio de no ser discriminados. Se trata de ciertas propuestas integradoras extremas cuya estrategia es la construcción de un discurso unificador, por lo general “latinoamericano”, para el cual toda diferencia cultural es una amenaza de “divisionismo” “atrasado” a la que se niega legitimidad; y para la cual el reconocimiento de diferencias en rasgos físicos es equivalente a “racismo”. Se busca así superar la homogeneidad a una cultura dominante, pero cayendo en el error de pretender homogeneizar también a todos/as a un nuevo modelo común. De lo que se trata, en cambio, es ciertamente de la unidad, pero en la diversidad, no de negar las diferencias culturales, étnicas, en rasgos físicos, nacionales, de intereses y otras, sino de aprender a convivir con ellas natural y sanamente, limitando la igualdad sólo a la dignidad, valor y derechos de cada una de estas comunidades diferentes. La psicología social, en relación a los fenómenos migratorios, ha establecido hace mucho a la “asimilación” como aquel tipo de integración en que la sociedad dominante receptora hace renunciar al inmigrante a su diferencia cultural para asumir por completo la de la sociedad receptora. En este caso, estaríamos en presencia de un nuevo discurso –esta vez “progresista”- de integración asimiladora para los/as inmigrantes, no ya a la cultura e identidad de la sociedad receptora, sino a un modelo o ideal más amplio, supranacional: global, “latinoamericana”, etc. Lo cual muestra la fuerza que aún tiene en nuestra cultura aquella arraigada idea histórica de la ciudadanía como “igualdad” y nuestro temor y dificultad cultural -aunque a veces inconsciente y bien intencionado- a reconocer, disfrutar y vivir en armonía con las diferencias.

La conciencia creciente de que en el mundo contemporáneo es cada vez más difícil construir por imposición de homogeneidad la comunidad política nacional y el Estado que la representa, y, menos aún cualquier modelo supranacional, abren la necesidad y la posibilidad de anticipar crisis sociales, del todo evitables, avanzando a la construcción de una comunidad nacional –y supranacional- incluyente, enriquecida en la armonía de sus diferencias, y asumida así por todos/as voluntariamente como legítima.

Tensión individual / colectivo

Complementaria a la concepción “igualitarista” de la ciudadanía, en la exclusión de los derechos, por ejemplo, de los pueblos originarios, ha estado fuertemente presente la concepción exclusivamente individual de la ciudadanía. La cual tiene en su ventaja miles de años de predominio en la sociedad humana, como lo muestran las tablillas de barro en que están impresos los caracteres cuneiformes del primer código normativo legal conocido, el de Hamurabi, en la antigua Mesopotamia (actual Irak), hace cerca de 80 siglos atrás. Específicamente, el pensamiento de la modernidad, imbuido de la física atomista -que, dividiendo en sus partes las cosas, aportó un vertiginoso avance a la ciencia- era por extensión monista y analítico, imponiendo también dicha impronta a los derechos ciudadanos. De ese modo -como ocurre, por ejemplo, en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas- se consideró que una vez garantizados los derechos de todos los individuos, no existían ya ámbitos donde garantizar derechos. La concepción hoy emergente y creciente de la existencia de derechos “supraindividuales” “colectivos” o “difusos”, impuesta por las nuevas realidades epocales, era simplemente incomprensible para los padres de la ciudadanía moderna, en cuya visión lo “colectivo” no era nada más que la sumatoria de los individuos y no podía por tanto tener existencia propia ni ser considerado como algo distinto a los mismos; no quedaba, en consecuencia, “nada más allá” que pudiera ser titular de derechos.

Ciertamente, la demanda de las minorías nacionales a la independencia y de los pueblos originarios al reconocimiento constitucional de su existencia y al autogobierno relativo, por ejemplo, irreductibles a la simple suma de derechos individuales de sus miembros, ha sido la primera y más permanente en cuestionar históricamente dicha concepción. Después, a partir de las cinco últimas décadas, la más recurrente y extendida ha sido la demanda por los derechos a un medio ambiente sano y seguro. Las tristemente célebres “lluvias ácidas” en la Europa de hace unas décadas y los numerosos casos de contaminación química (costas afectadas por derrames de barcos petroleros, por ejemplo) o radioactiva que alcanzaron notoriedad pública mundial y dieron origen a numerosas películas de cine, tanto testimonial como de ciencia ficción, vinieron a sumarse al trabajo de denuncia y reflexión de varios científicos y autores, y generaron una conciencia cultural y demanda ciudadana en este específico ámbito emergente que incluyó la creación de partidos políticos y asociaciones civiles internacionales centradas en esta particular demanda. En Chile, la relativamente reciente experiencia con la recurrente y cíclica contaminación atmosférica de Santiago y otras ciudades, la depredación ambiental de empresas forestales y mineras, el uso criminal de plaguicidas en las faenas agrícolas y de los basurales en zonas de pobres urbanos y del pueblo mapuche, la radiación de antenas de telecomunicación y electricidad sobre poblaciones, entre muchos otros, han venido a poner en la agenda ciudadana esta temática.

A ellas se suman crecientes otras que, como la de los derechos de los consumidores, comparten la dificultad de resultar impracticables a través del abordaje de los mecanismos jurídicos del derecho tradicional de concepción, precisamente, privatista, individual. El concepto de “difuso” que estas demandas ciudadanas reciben a veces alude, justamente, a esa dificultad de precisar un específico titular individual del derecho cuya defensa se demanda, ya que dicho derecho es de “interés público”, es decir, involucra una protección de trascendencia supraindividual, frente a un daño que afecta y compromete solidariamente a toda una comunidad o a sectores significativos de ella. Ante tales exigencias epocales a las normativas jurídicas, han surgido algunas experiencias de tipo procedimental, como las señaladas por el investigador chileno Felipe Viveros: “Las acciones populares, muy poco frecuentes en nuestro medio y muy significativas en otros sistemas jurídicos, como el angloamericano, donde existen las famosas acciones de clase o class actions, que pretenden representar los intereses generales de un grupo determinado, incorporando bajo mecanismos bastante expeditos al conjunto de personas afectadas por una determinada situación dañosa. Este tipo de demandas pretende solucionar de un modo eficiente cuestiones complejas en que está involucrado un número considerable de personas”.[14]. Una institución que avanza en ese sentido, existente hace décadas en el mundo y en la mayoría de los países de nuestra región, es el “Defensor del Pueblo”. Desde el año 1.999, los Defensores del Pueblo Nacionales, provinciales y municipales de Perú, Bolivia y Argentina forman la “Red para la Protección y Promoción de los Derechos de los Migrantes”, cuya labor fue explícitamente bien valorada por los 1.500 representantes de América latina reunidos en la Conferencia Ciudadana de Chile en el año 2.000. Lo propio han hecho los gobiernos de la región respecto del rol de las Defensorías en el tema de refugiados/as y la ciudadanía en general.[15] En Chile, sin embargo, su instauración lleva postergada más de una década por el Congreso chileno,[16] a pesar y en contra de que constituye una exigencia ciudadana y un indicador de desarrollo a nivel institucional.

Tensión público / privado

En una separación de ámbitos, cuyo origen ha sido rastreado hasta la Grecia antigua,[17] el mundo occidental ha distinguido fuertemente entre los espacios público y privado. Muy esencialmente, el primero refiere a aquel donde está en juego lo colectivo como organización normativa, es decir, donde se definen (más o menos negociadas o impuestas) las reglas de conducta y las corrientes de pensamiento predominantes respecto del funcionamiento de la comunidad política. Su identificación más clara y más tradicional ha sido, consecuentemente, con el ámbito y actividad políticos, principalmente los partidos políticos, y en torno a su expresión organizativa moderna, el gobierno del Estado, puesto que es a través de ellos que preferente y decisivamente se definen tales reglas y corrientes de pensamiento.

Lo privado, en cambio, refiere a todo el espacio que escapa de ese control político estatal y de esa preocupación y actividad por lo normativo colectivo; en suma, es el ámbito individual o familiar, por excelencia, y su primera identificación fue con el mundo de los hogares. La antigua expresión “la casa de un hombre es su castillo”, señalaba, justamente, el carácter de autonomía soberana del individuo en este su espacio privado, respecto de la normativa y preocupación pública. En un segundo momento, con el avance hegemónico y extensivo de la economía capitalista y su racionalidad, el ámbito privado terminó identificándose con el mercado, donde, bajo el supuesto de la ficción liberal, los individuos establecían relaciones de intercambio racional entre sí, libres de toda tutela o regulación pública. La ciudadanía civil era propia de lo privado y la ciudadanía política propia de lo público. La cuestión de las orientaciones y normativas del orden social y político se conceptuó, en consecuencia, como ajena, sino opuesta, a lo privado.

El Estado y el Mercado

El hecho de que la extensión de atribuciones de cada ámbito fuera un juego de suma cero, es decir, sólo pudiera realizarse a costa de disminuir las del otro, ha determinado una tensión y luchas constantes entre partidarios de extender –y de disminuir- o el Estado o el mercado. Así, por ejemplo, esta separación relativa, funcional, de un espacio político, público, estatal, por un lado, y de un espacio económico, privado, el mercado, por otro, estuvo a la base de las identidades de los dos grandes bloques -capitalista de libre mercado, y soviético de planificación estatal- de la “guerra fría”. En la segunda post guerra mundial, en el contexto de los avances del movimiento obrero y la izquierda política y la concomitante presión del campo soviético, entre otras situaciones, surgió en occidente el llamado “Estado de bienestar”, caracterizado muy esencialmente por la expansión de la regulación estatal de carácter social, tomando el Estado la responsabilidad de asegurar, en algunos casos crecientemente, mínimos estándares de seguridad social y de derechos económico-sociales básicos. Más allá de visiones esencialmente críticas del Estado, tales como aquellas que lo ven como instrumento de dominación, o como ente que tiende a limitar la libertad ciudadana, lo cierto es que ello generó a nivel cultural un sentido común del Estado como natural depositario de dichas responsabilidades, el cual perdura a pesar del fuerte descrédito y desmantelamiento sufrido por el Estado de bienestar en todo el mundo en las últimas 3 décadas, como puede comprobarse en la reacción casi refleja de la mayoría de nosotros de preguntar dónde están y qué hacen el Estado o el gobierno, cada vez que conocemos una situación de injusticia, un abuso, una desprotección social u otras similares.

A pesar de esa fuerte expansión estatal, enormes cambios epocales, entre ellos, la caída del bloque soviético -asumida en el sentido común de las mayorías como derrota práctica de las propuestas anticapitalistas-, las crisis de eficiencia de los Estados de bienestar y sus economías frente a la competencia de los llamados “tigres asiáticos”, trajeron el descrédito del llamado “estatismo” para una parte significativa de la población. Conjuntamente, las transformaciones tecnológicas que hacen cada vez menos necesario el trabajo y empleo productivo y la consecuente debilidad objetiva creciente de los movimientos obreros y sindicales, sumado a la represión sanguinaria y terrorista de ellos y otros actores por parte de dictaduras militares en muchos países, especialmente en América Latina, configuraron el paso del predominio de aquella matriz socio cultural “estadocéntrica” a una nueva, “mercadocéntrica”, basada en la disminución del rol estatal y en la expansión del rol del mercado.

En el caso de Chile, la fuerte presencia e incidencia estatal y de la actividad política que lo tenía como eje desde la década del 30’ del siglo XIX, con creciente carácter social a lo largo del siglo XX, sufrió un traumático y violento cambio, a partir del golpe de Estado militar de 1.973, que, bajo condiciones de brutal represión que inhibieron de hecho cualquier consulta democrática u oposición significativa, dio inicio a un proceso creciente de desmantelamiento del Estado de bienestar y de entrega de la organización de la sociedad a la expansión del mercado en cada vez más ámbitos, bajo los argumentos más extendidos de que ello entregaba, al mismo tiempo, más eficiencia organizacional, de gestión, económica y productiva. El concepto de “privatización” con que usualmente se identifica en general ese traspaso, alude directamente a la tensión público / privado y su dirección de lo primero a lo segundo.

Este proceso de hegemonía de las relaciones mercantiles, propias del mecanismo del mercado, ha llevado a algunos autores a plantear la visión “auspiciosa” de una “sociedad transparente”, de libertad creciente, donde ni el Estado ni ningún otro agente tendrían ya capacidad para regular o configurar un orden totalizante (es decir, de “opacar” esa transparencia, de imponer o coartar la libertad de los demás), debido a la creciente fragmentación y diversidad, que desborda y supera cualquier pretensión totalizadora. Al mismo tiempo, en una visión “crítica”, han surgido evidencias de que dicha lógica de cálculo transaccional, propia del mercado, más allá de su mera expresión monetaria, estaría “colonizando” o subordinando ámbitos sustanciales para el orden social comunitario, como es el caso de los valores éticos de justicia en la garantía y sanción del respeto de los Derechos Humanos. Es el caso del VII Informe de la Comisión Ética contra la Tortura, donde se constata un proceso de: “...mercantilización de la Verdad y la Justicia... siguiendo la lógica de la mercantilización de las relaciones sociales...fue internalizada una lógica de negociación política...un sistema de relaciones inversamente proporcionales entre justicia y verdad que asegura la reproducción del terror siguiendo los ritmos de la mercantilización...categorías como la famosa ‘justicia en la medida de lo posible’...La mercantilización... se funda en el terror...la aplicación formal de la ley provocaría una fuerte desestabilización de las instituciones militares y, por lo tanto, de la institucionalidad del Estado...”.[18]

A partir de la transición política, los gobiernos de la Concertación de partidos por la democracia profundizaron ese proceso de traspaso del eje organizador de lo social desde el Estado al Mercado, bajo la forma de modernizaciones institucionales (reformas judiciales, de educación y otras) y nuevas privatizaciones (en los servicios básicos, por ejemplo), entre otros mecanismos y procesos. Ellas han generado nuevas y eficientes infraestructuras, servicios y niveles generales de consumo (viales y telecomunicacionales, por ejemplo); y hasta ahora han mostrado sobresalientes indicadores macroeconómicos y sociales, al menos, comparativamente en el contexto de la región. Sin embargo, como señala el consultor del PNUD, Pedro Güell: “...se han mostrado empíricamente débiles para proporcionar una imagen de orden colectivo. No ofrecen un lenguaje público, tienen dificultades para promover vínculos de confianza y cooperación, o una práctica de responsabilidades sociales o una infraestructura confiable de protección social... Entre un Estado que se va y no volverá en su forma conocida y la modernización del Mercado que viene pero no reemplazará al antiguo Estado en su función integrativa, la sociedad se siente insegura”.[19]

Más allá del hecho que dicha cuestión continúa siendo eje de los debates, más o menos prácticos o ideológicos, entre más regulación pública o más predominio del mercado, crece la conciencia de las deficiencias sociales y los malestares ciudadanos (evidenciados, entre otros, en los estudios del PNUD, Latinobarómetro, encuestas socioculturales y los porcentajes de no inscripción en registros electorales de jóvenes, pobres y mujeres) que rezagan la dimensión social respecto de la económica alcanzada por el país, evidenciando una constatación recurrente: que históricamente sólo el Estado se ha mostrado como único agente equilibrador de las desigualdades socioeconómicas y, consecuentemente, como decisivo integrador social y cultural de la sociedad. Ello ha llevado, junto con los enfoques de “capital social” -que exigen el paso de la labor meramente asistencial a la de promoción de las propias capacidades de los beneficiarios-, a la concepción hoy predominante de un Estado necesariamente responsable de intervenir en situaciones sociales deficientes como la pobreza, pero para fortalecer a los propios sujetos ciudadanos en su autonomía. Una suerte de resolución de la tensión Estado / Mercado como intervención del primero en el segundo, pero para insertar en él a los/as excluidos y, de ese modo, viabilizarlo socialmente.

El Estado y la Sociedad Civil

Esta separación y aún oposición que la tradición de la teoría política hizo entre el ámbito público, estatal y de la actividad política en torno a su control, por un lado, y el de lo privado, de las personas ajenas a la actividad político estatal, por el otro, siempre estuvo tensionada en la práctica y, a partir de las últimas décadas, ha sido crecientemente matizada por completo, merced a una noción cada vez más generalizada y hoy ya hegemónica en el debate teórico de la ciudadanía: “la Sociedad Civil”. En principio, la idea de ésta remite a todo el espacio social diferente o fuera del ámbito público estatal y de los partidos políticos; noción que alude a un amplio, heterogéneo y difícilmente precisable agregado de sujetos, actores y categorías, por lo cual la noción de sociedad civil no deja de tener ambigüedades y limites difusos. Para introducirnos en ella, resulta plausible plantearla como una re-formulación o desagregación de la anterior concepción, en la que se identificaba al espacio privado con el mercado. En efecto, muy esencialmente, la noción de Sociedad Civil comparte con la del mercado la idea de ser un ámbito ajeno al Estado y a la actividad política partidista tradicional centrada en el control de su gestión, pero no refiere tampoco al mercado ni al antiguo mundo de los hogares. Se trata de una dimensión social específica dentro de lo privado, pero que se refiere, que tiene como norte, a lo público. En ella los individuos disfrutan de autonomía respecto del Estado y los partidos políticos, pero desde ella interactúan con el espacio público estatal, siendo actores participantes y relevantes en la definición de las orientaciones públicas del Estado. Así la tensión Público / Privado se resuelve, a la inversa del caso anterior, interviniendo el segundo en el primero para adaptarlo a sus demandas. Temas como ecología, el género, las identidades sexuales no tradicionales, sub-culturas juveniles, derechos de los consumidores, entre muchos otros, se constituyen en y desde lo privado, pero son temas de interés público y se orientan a incidir en la normativa, el orden político y la gestión estatal.

Muy esencialmente, puede señalarse el origen y creciente predominio de esta visión en la crisis del rol de representación ciudadana tradicional del Estado, sus órganos, y los partidos políticos, los cuales aparecen en mayor o menor grado impotentes, superados o inadecuados, por sí solos, para dar cuenta, abordar y representar efectivamente la totalidad de las múltiples nuevas problemáticas, desafíos y demandas de la ciudadanía en el contexto de los vertiginosos cambios y transformaciones actuales. La proliferación e influencia que en la actividad política y de gobierno tiene la llamada “opinión pública”, a través de encuestas de opinión, estudios de percepción y otros similares -las más de las veces en torno a temas coyunturales y centrados en el sentir y decir más inmediato y variable de las personas, que han generado una suerte de nueva “radiociudadanaía” o “teleciudadanía”, a través de la creciente denuncia y debate ciudadano por TV. y radio-, revelan esta búsqueda del Estado y los actores políticos tradicionales por disminuir esta brecha o rezago frente a esta nueva “sociedad civil”. Es la ciudadanía que, desde lo privado, pero centrado en lo público, se preocupa, problematiza, demanda y propone respecto del orden político de la comunidad. Desde su autonomía civil, privada, estos actores jalonan al Estado a intervenir en diversos temas, reconfigurando el orden y normativas de la comunidad política. Ejemplo de ello en Chile, entre muchos otros, lo constituye la imposición en la agenda pública, por lo general a contramano de los grandes intereses económicos, de la temática de defensa del medio ambiente. También la Ley de violencia intrafamiliar,[20] que sanciona el maltrato físico y psicológico de quienes “viven bajo el mismo techo”, la cual, conseguida tras largos años de luchas del movimiento de mujeres, permitió, como señalan Huatay y Calquisto: “...conquistar la exigencia de reclamar los Derechos Humanos de la Mujer en el ámbito privado de los hogares, hasta no hace mucho considerado ajeno a la intervención de la autoridad pública y, por tanto, entregado a una suerte de ‘ley de la selva’, donde reinaba el más fuerte”.[21] Y muestran, al mismo tiempo, las complejas interrelaciones en que se juega la tensión entre lo público y lo privado en la época actual, puesto que constituye un caso en que la sociedad civil, desde lo privado, interviene y modifica a lo público, pero para que éste, a su vez, determine en mejor forma los límites y posibilidades de lo privado.

Tal crisis de representación ciudadana, que está a la base de la noción de sociedad civil, es sólo una expresión de un proceso más profundo y amenazante en marcha, el de las tendencias al debilitamiento de las comunidades políticas mismas. La creciente segmentación social y fragmentación cultural identitaria y de intereses, sobrepasa la capacidad del Estado, disminuido, y del Mercado, en buena parte generador del problema, para lograr sostener y fortalecer vínculos sociales mínimos, que permitan sostener una comunidad política suficientemente cohesionada. Lo cual plantea la amenaza real y creciente de potenciales estallidos, crisis, quiebres o desgarramientos sociales, como ya aparecen usualmente en múltiples otros países, en especial de la región. Esto ha traído algunos discursos que ponen sospechas sobre ciertos usos de la noción de “sociedad civil” como manipulación estatal, para conseguir un disciplinamiento o domesticación de los “movimientos sociales” (definidos en ese discurso como más críticos, combativos y anti-sistémicos) a fin de contar con su apoyo ante la impotencia de asegurar, sin su respaldo, equilibrios y contrapesos a las tendencias disgregadoras del contexto globalizador neoliberal. En cualquier caso, el predominio de la noción de sociedad civil idealizada como una suerte de nueva “panacea” para resolver todos los males sociales aparece como un hecho creciente en la actualidad. Muestra de ello es lo planteado, entre otros, con cierta ironía, por Néstor García Canclini: “Sociedad civil: Al leer como se habla de ella, es posible imaginarla como una señora que entiende muy bien las cosas, sabe lo que quiere y lo que tiene que hacer, es buena, y, desde luego, la única adversaria posible de la perversidad estatal. Es tan virtuosa y tiene tanta seguridad en sí misma que da miedo”.[22]

Finalmente, cabe señalar que la noción de sociedad civil, al ser propia de los tiempos actuales, no podía dejar de articularse fuertemente con el intenso proceso globalizador, constituyendo el fundamento para el planteamiento de la pregunta por la posibilidad –y aún realidad emergente- de la existencia de esa dimensión Estado / Sociedad Civil a escala transnacional y global. Muy sumariamente, ello se basa en la percepción de que el espacio público incorpora crecientemente una dimensión supranacional, regional, etc., por lo que las demandas al mismo no pueden limitarse efectivamente al tradicional ámbito nacional; los propios problemas y nuevas realidades que están a la base de las demandas ciudadanas, como los de medio ambiente y derechos de los migrantes, por ejemplo, son también, de suyo, de índole supranacional, generando consecuentemente actores civiles con demandas que ciertamente incluyen, pero exceden, los marcos limitados de los puros Estados nacionales. Así lo evidencian innumerables redes, mesas, coordinadoras y otras formas de organización de la sociedad civil constitutivamente transnacionales, cuya mayor expresión –ciertamente, sustentadas en los soportes tecnológicos de información y comunicación- son los Foros Sociales Mundiales.


Tensión normativa / práctica social

Como resulta normal en nuestro diario vivir, son innumerables las ocasiones en que apreciamos el desajuste entre la normativa legal y las prácticas de su cumplimiento en la realidad, que son distintas y a veces opuestas respecto de ellas, ocurriendo lo que el viejo dicho popular consagra como lo que se “predica, pero no se practica”, quedando la normativa muchas veces como “letra muerta”. Este desajuste puede ser “progresivo”, es decir, que una normativa legal insana o dañina socialmente no se aplica, de modo que su práctica real de incumplimiento es superior desde el punto de vista ético y de bienestar social. Usualmente, ante un caso de éstos, decimos simplemente que “la Ley es injusta”. Es el caso histórico en Chile, por ejemplo, de la ley electoral en el siglo XIX, donde los propios requisitos, principalmente económicos, imponían la exclusión electoral de más del 90% de la población. También de la esclavitud personal, que siendo legal hasta épocas relativamente recientes, no fue aplicada o fue “violada” su legalidad por numerosas personas en razón de su carácter inmoral contra la dignidad humana. Pero el desajuste también puede ser “regresivo”, es decir, inverso al caso anterior, de modo que sea la norma legal sana socialmente, pero se imponga una práctica dañina de incumplimiento de ella, como es el caso, por ejemplo, de numerosas normas ambientales automovilísticas o aquel en que es la corrupción y el clientelismo el que opera para desajustar norma jurídica y práctica de cumplimiento.

Tales desajustes entre normativa jurídica y práctica social de su cumplimiento, obedecen en general a cuatro grupos –plausibles, no exhaustivos- de razones, más o menos distinguibles analíticamente, aunque interrelacionados en la realidad: ético-culturales, desigualdades sistémicas socioeconómicas, desigualdades sistémicas de poder, y rezagos jurídicos ante las nuevas realidades epocales.

Desajuste ético cultural

Cuando se reitera de que en Chile –y América Latina en general- todavía las mujeres ganan en general un cuarto menos de remuneración que los hombres por un mismo trabajo, estamos frente a un desajuste entre las normativas jurídicas (que sancionan como ilegal el criterio discriminador que subyace y opera en dicha diferencia), y los criterios culturales valóricos (en este caso, de discriminación de género) a través de los cuales las personas actúan en la práctica cotidianamente, filtrando el cumplimiento de las normas legales, según los criterios y actitudes aprendidos, entre otros, a través de la familia, el colegio y los medios de comunicación, de modo que las primeras resultan insuficientes o inoperantes, si no cuentan con un claro sustento en los segundos.

Un ejemplo de desajuste “progresivo” actual es el caso de las normas jurídicas de procedimiento para las violaciones de las fronteras internacionales, que autorizan a los custodios a disparar a los infractores, pero que -como señaló acertadamente un analista chileno, a propósito del asesinato de un indocumentado peruano, a manos de guardias de la Armada en la frontera norte de Chile-[23]si países como EE. UU. y los de la Unión Europea, por ejemplo, hicieran cumplimiento práctico de ellas, habría verdaderas masacres masivas diariamente. En estos casos, el desajuste “progresivo” se expresa en prácticas que obedecen a la i-legitimidad cultural y ética de la normativa, como atrasada respecto de la realidad. Su in-cumplimiento aparece como lo “correcto” en razón de un criterio de respeto del derecho a la vida de los/as afectados, por encima de la norma jurídica. Un caso opuesto, de desajuste “regresivo” -basados en criterios ético culturales socialmente perjudiciales, tales como el prejuicio, la ignorancia, la discriminación, la intolerancia, el autoritarismo y otros similares- es el percibido por sectores del pueblo Mapuche en Chile, como lo constata el abogado chileno Rodrigo Lillo, en reflexiones que, dada la importante incidencia del componente étnico que señalan, resultan plausibles de considerar también en relación con los inmigrantes provenientes de países andinos: “...el Convenio 169 [de la OIT] establece la posibilidad de un reconocimiento legal de la justicia indígena, en este caso la justicia mapuche...Sin embargo, yo creo que lo que no cambia con el Convenio 169 ni con cualquier otro convenio, es aquella aplicación racista que hoy se hace del sistema judicial, particularmente del sistema procesal. Hoy la justicia opera de forma racista en Chile y eso no lo cambian los convenios, es una actitud de los actores judiciales, los jueces, los fiscales, autoridades de gobierno.”[24]

Del mismo modo, en el caso específico de los/as inmigrantes, éstos pueden ser incluidos legalmente, pero excluidos, a veces, en las prácticas de cumplimiento de esa legalidad, en base a criterios sociales y culturales. Así lo ha constatado la propia ex canciller de Chile, al expresar: “...a pesar de no existir en Chile una política oficial declarada en términos de xenofobia o racismo u otras formas de intolerancia, el país no está ajeno al problema de la discriminación, y de la falta de acceso a las mismas oportunidades económicas y sociales para el conjunto de individuos y colectividades que integran la nación…son numerosos los chilenos y extranjeros que sufren de la discriminación en el país, principalmente, de parte de la opinión pública poco sensibilizada, de los medios de comunicación y de actores públicos y privados. Se trata de una forma de discriminación encubierta que en el caso de los indígenas, de las mujeres, de los migrantes (principalmente peruanos, bolivianos y cubanos), cobra mayor gravedad cuando se torna en un caso de discriminación múltiple”.[25] Esto parece ser confirmado por múltiples evidencias, como las mostradas en numerosas entrevistas con inmigrantes, varias notas de prensa e infructuosas denuncias ante tribunales, en que se señala que algunos policías y carabineros hostigan, al margen de la ley -que establece el derecho a libre circulación en el territorio para todos sus habitantes, sin distinción- a inmigrantes peruanos,[26] para que no estén parados o sentados en calle Catedral en el centro de Santiago . Una encuesta realizada por el Ministerio del Interior y Carabineros de Chile, en enero del año 2.004, entrega información contextual útil para reflexionar tales denuncias, al señalar: “...los ciudadanos de menores ingresos sienten que no reciben el mismo trato de parte de los policías que los grupos de más recursos”.[27] Puesto que si esta discriminación clasista por parte de la policía chilena es percibida por los propios ciudadanos chilenos, no es difícil entender, entonces, la que pueden percibir en el mismo trato los inmigrantes peruanos, en los que se agregan, además de la condición de estrato socioeconómico bajo (desajuste regresivo por desigualdades sociales), la condición –literalmente establecida en la Constitución Política del país-[28] de “no ciudadano” (desajuste regresivo por rezago de la normativa jurídica respecto de las nuevas realidades) y a veces también sufriendo el racismo y la xenofobia.

Una manifestación particularmente evidente de este desajuste a nivel cultural la constituye la inconsecuencia entre discurso y prácticas. Numerosas evidencias muestran una fuerte tendencia en sectores importantes de la población chilena a superponer un discurso ético o “políticamente” correcto, a una práctica en la acción social cotidiana diferente y aún opuesta. Así ocurre, por ejemplo, con encuestas cuyos resultados sobredimensionan motivaciones “altruistas”, de servicio a los demás, entre los jugadores de juegos de azar con premios millonarios; o que muestran una alta sintonía de radios de música clásica y canales de TV. Culturales; pero también diversos estudios que revelan, como señala Marcelo Martínez, que: “...existiría en Chile una gran distancia entre las declaraciones o discursos de los sujetos y actores sociales y sus acciones, es decir, entre valores declarados y comportamientos”.[29] El caso de los numerosos sacerdotes acusados de pedofilia, el de numerosos políticos de posición conservadora, opuesta al divorcio, que sin embargo, son separados de hecho o poseen amantes, el de quienes enarbolan una preocupación patriótica nacionalista frente a cuestiones fronterizas o migracionales, pero guardan silencio ante la entrega de hecho de la soberanía sobre las riquezas naturales y las decisiones estratégicas del país a las grandes empresas trasnacionales, aún de la dignidad nacional mínima ante las prepotencias públicas y abiertas de representantes de las potencias desarrolladas, son todas hipocresías, inconsecuencias y doble estándares que han contribuido también a esta disociación perversa entre discurso y acción, así como al desencanto y apatía ciudadanas, en especial en el ámbito político.

Finalmente, cabe señalar un mucho más subyacente tipo de desajuste cultural, que ha sido transversal a la historia humana hasta ahora, referido al hecho que para la inmensa mayoría de la humanidad, para miles de millones de personas en el mundo, el hombre y la mujer común, en su vida diaria, los derechos ciudadanos, las normas, las Cartas Internacionales, las reflexiones y tomas de conciencia que implican, les son lejanas, difíciles de comprender o simplemente ajenas. La pensadora alemana Hanna Arendt, entre otros autores, señaló con particular claridad esta dualidad tempranamente presente en la arquetípica democracia de la Grecia clásica, distinguiendo en ella dos órdenes de vida, uno privado, de lo doméstico, de atención a las necesidades de la vida diaria; otro, el de lo público, la preocupación superior, más allá de la mera exigencia de sobrevivir biológicamente, por el Estado y sus asuntos, por la Polis. Sólo quienes tenían los medios, tanto económicos, como culturales, suficientes podían acceder al segundo orden superior, el de la “ciudadanía”, una verdadera segunda vida, más plena, más humana, más trascendente de la naturaleza animal básica que ata a las necesidades.[30] En el caso de la Polis griega, la minoría; ni mujeres, ni esclavos, ni extranjeros podían hacerlo y, probablemente, salvo muy pocas excepciones, dadas sus condiciones sociales, tampoco entendían siquiera su propia exclusión.

En América Latina y el Caribe, ha sido este el drama de nuestras repúblicas, como lo señalara tempranamente Simón Rodríguez, quien va más lejos aún, aclarando que no se trata de mera “instrucción” técnica o “letrada”, sino de, precisamente, ciudadanizar, formar miembros de la sociedad capaces, participativos, críticos, responsables: “El poder de los Congresos está en razón del saber de sus pueblos. Para entender a sus representantes el pueblo tiene que poseer un mínimo de nivel de conocimientos para entenderlos…porque la ignorancia es la causa de todos los males que el hombre se hace, y hace a otros… El mal de América es inveterado, tres siglos de ignorancia y de Abandono en el Pueblo, y de Indiferencia en el Gobierno, dan mucho que hacer hoy, a los que emprenden instruir, animar y poner en actividad. De todos los obstáculos que tienen que remover, la APATÍA es la mayor…Los Pueblos…Si el señor les permitía hacer algo, estaba bueno, si lo prohibía, estaba bueno también, y si no les decía nada, estaba mejor, porque tenían menos que pensar…ni el pueblo tiene la culpa de ser ignorante y pobre…ni el Congreso la tiene de no poder hacer el bien que desea…y el Presidente la tiene menos de no poder ejecutar órdenes que no tienen sobre que recaer, o recaen mal…
Todas las faltas pueden reducirse a una, diciendo:
El lugar de las instituciones
ES LA OPINIÓN PÚBLICA
Esta está por formar.
Está muy bien que los jóvenes se instruyan: pero…en lo necesario primero ¿Qué saben y qué tienen los jóvenes americanos? Sabrán muchas cosas, pero no vivir en repúblicas…Nada importa como tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocupación de los que se apersonan por la causa social…No esperen de los Colegios lo que no pueden dar…están haciendo letrados…no esperen ciudadanos…”.[31]

Hoy, tras 25 siglos, desde la Grecia clásica y 2 siglos desde la independencia del poder colonial español, aquel desgarramiento de la humanidad parece haber triunfado aún sobre los esfuerzos por superarlo. Así lo muestra la existencia de miles de millones de seres humanos, atrapados, por decirlo así, en las urgencias de la vida cotidiana que les ha tocado llevar; sin, o con escasos, elementos de formación educacional y cultural; limitados sus horizontes y preocupaciones de reflexión a lo más básico y funcional de la sobrevivencia, en el mejor de los casos, a aumentar su consumo de bienes y servicios; expuestos del todo a las maquinarias publicitarias gigantes, trivializadoras y banalizadoras de las problemáticas sociales; no logran conocer o entender los mensajes de reflexión profunda y cambio ético de las Cartas y normativas. Otros, que las entienden, desesperan y no tienen confianza en que sus cumplimientos sean posibles, en razón de una visión pesimista y fatalista del ser humano. La “apatía”, recurrente en los análisis políticos nacionales, no es sino la evidencia incómoda y porfiada, entre otros fenómenos, de que hemos incluso retrocedido pasajeramente en esa necesaria lucha por “ciudadanizarnos”, por hacernos más y más extendidamente humanos; de que, en varios sentidos, el orden actual nos “bestializa” –en el sentido de no dar condiciones para trascender nuestra preocupación animal por la mera sobrevida- más que civilizarnos. Las abismantes cifras actuales sobre desigual consumo de papel en la humanidad, son reveladoras a este respecto, puesto que ellas nos hablan silenciosamente del consumo desigual de diarios, revistas, libros, cuadernos y documentos de todo tipo. Una quinta parte más rica de la humanidad consume el 84% de él; cuatro quintas partes se reparten apenas el consumo del 16% restante.[32]

Esta brecha, a veces un abismo, entre las minorías activas y altamente capacitadas en la reflexión, por un lado, y las inmensas mayorías alejadas o impedidas por sus condicionamientos sociales para conocer, entender y participar de esa reflexión, por otro, es la que está en la base esencial del difícil problema de construir ordenes sociales más humanos, más igualitarios y respetuosos, con auténtica democracia y participación. Ese fue el drama de los “Soviets” de la Rusia revolucionaria, donde asambleas gigantescas de campesinos analfabetos u obreros manuales de escasa educación formal sucumbían inevitablemente, de hecho, su autoridad a los, para ellos incomprensibles, informes, planes, propuestas, reflexiones y aún conflictos de minorías altamente calificadas y reflexivas. Y es también el problema de las democracias occidentales actuales, con masas de votantes pasivas o apáticas, entregadas al juego de minorías activas de operadores políticos profesionales. Esta brecha continúa siendo, en lo esencial, el mayor desafío para el avance ético y de orden social de la humanidad.

Sin embargo, la humanidad, expresada en las minorías activas, en base a crisis y momentos de cambios sociales profundos en la historia, siempre ha reflexionado sobre sí misma y su destino y ha logrado, en un camino difícil, con marchas y contramarchas, mover a las mayorías y ascender y crecer a una visión de sociedad y a ordenes sociales concretos reales, cada vez más libertarios e igualitarios o, al menos, a la elaboración de discursos que legitiman esa aspiración. Lo cual se muestra, entre otras evidencias, en las cifras de niveles educacionales y de consumo de la humanidad, los que, con todos los problemas graves aún existentes, son inmensamente superiores a cualesquiera otros anteriores en la historia. Al mismo tiempo, la humanidad ha llegado a contar con un desarrollo científico y técnico, cuyo potencial –de resolverse precisamente los problemas de efectivo ejercicio de derechos planteados por las Cartas y normativas- permitiría la buena solución de los más urgentes problemas de pobreza y medio ambiente en el planeta. Este desarrollo humano de reflexión y propuesta -expresado en las luchas por nuevos ordenes ciudadanos y los Documentos que los prefiguran como horizonte- no puede ni debe detenerse, aún siendo como es todavía tarea de minorías activas. Por eso, la preocupación activa por reflexionar y extender el ejercicio ciudadano es, sin duda, un avance necesario y, más aún, urgente; lo contrario equivale a la renuncia, de hecho, de la aspiración misma de humanidad.

Desajuste por desigualdades socioeconómicas

Son múltiples y evidentes en la vida cotidiana de cada uno de nosotros los ejemplos de condiciones socioeconómicas que abren también una brecha entre la igualdad jurídica formal y el cumplimiento de ella en la práctica de la acción social. A nivel mundial los diversos indicadores de desigualdad de oportunidades y manejo de recursos, abismantes y crecientes, ponen a muchas normativas internacionales como meras “ficciones legales” que no se correlacionan -y, en muchos casos sirven de encubrimiento legitimador- de la realidad social. El caso emergente del acceso a las tecnologías de la información que en el mundo sólo tenían, en el año 2.000, 27 privilegiados por cada 1.000 habitantes,[33] es sólo uno de entre innumerables ejemplos. Más directamente relacionado con la capacidad efectiva de los ciudadanos de nuestra región para hacer valer sus derechos, está el informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que señala que el costo promedio de un litigio legal cualquiera ante tribunales es de aproximadamente 3.000 dólares (la asistencia jurídica pública gratuita, cuando la hay, es extendidamente percibida como de baja o nula calidad), mientras el sueldo mínimo promedio es de 140 dólares mensuales y cerca de la mitad de la población -sobre- vive con 60 o menos dólares mensuales, de modo que la “igualdad de las partes” establecida como norma judicial jurídica aparece como “letra muerta”, en la práctica efectiva, para cerca del 75% de la población latinoamericana. Allí radica también mucha de la “inseguridad ciudadana” –muy bullada en el Chile actual- cuyo decisivo condicionamiento de desigualdad social –evidenciado, no sólo en la causa subyacente de la delincuencia, sino también en el 34% de chilenos que cree que no podrá pagar un buen abogado para un proceso- es silenciado por muchos de quienes la enarbolan como bandera política.

Todo ello alude a una cuestión fundamental: la mutua determinación de efecto necesario entre condiciones socioeconómicas y condiciones culturales, como base de la pobreza. Como lo han señalado numerosos autores –particularmente quienes han trabajado el enfoque de capital social-, la carencia de medios socioeconómicos implica no sólo un problema de insatisfacción de necesidades básicas, sino que, indisolublemente, trae la negación de la condición misma de ciudadano en un doble sentido. Primero, porque en una sociedad como la actual que ha mercantilizado crecientemente el acceso y ejercicio de los derechos a servicios sociales como salud y educación, por ejemplo, éstos quedan virtualmente negados -en el mejor de los casos, ejercidos desmedradamente- a quienes sufren la pobreza. Incluso la prestación de una mínima cobertura por parte del Estado, caracterizada, en general, por su falta de calidad en las prestaciones y su inconsulta a la opinión de los beneficiarios, deviene en le práctica en una des-ciudadanización de los pobres, como lo señala, entre otros, el sacerdote y director social del Hogar de Cristo, Benito Baranda: “Hay políticas que parten llamándose de protección social y terminan al final invalidando a las personas que viven en condiciones de pobreza; usurpándole su dignidad, y privándolos de libertad...Una de ellas, sin lugar a dudas, es la política de vivienda, donde...las personas son violentadas al ser llevadas a vivir a ‘ghettos’ que al final terminan privándolos de libertad, de oportunidades de desarrollo y de la libertad básica de escoger el lugar donde poder vivir, que eso depende de cuánto dinero posean las personas. Y esas políticas han estimulado en el último tiempo, desde hace ya más de dos décadas, una segregación tremenda en las grandes ciudades de Chile”.[34]

Ello ha llevado al cuestionamiento y crítica de las políticas públicas y de agencias de cooperación de corte tradicional, centradas en la sola entrega de recursos y prestaciones económicas –de suyo importantes, pero insuficientes-, y a la búsqueda de otras, orientadas a la habilitación, promoción y desarrollo de las propias capacidades de todo tipo de los beneficiarios para que participen activa y decisoriamente en la solución de sus problemas. Es decir, en términos de esta reflexión, que sean “ciudadanizadoras”.

Desajuste por desigualdades de poder

De directa relación con el desajuste anterior, las desiguales cuotas de ejercicio de poder -entendido como la capacidad de decidir e intervenir en la propia vida y en el entorno- en razón de múltiples condiciones sistémicas, tales como el creciente monopolio de la propiedad y contenidos de los medios masivos de comunicación, vuelve también muchas veces mera ficción legal la igualdad de los ciudadanos. Históricamente, en Chile los dirigentes políticos más relevantes, incluidas las autoridades del Estado y sus órganos, han formado un segmento definido y distinguible de ciudadanos, una suerte de “clase política” como se le ha denominado, cuyos apellidos revelan la existencia de clanes familiares que de una generación a otra, con escasas y lentas evoluciones a lo largo de décadas (y aún de siglos), se traspasan el poder, en una versión “heredable”, aunque esta vez, legitimada por mecanismos electorales y por la inclusión limitada, lenta, periférica y subordinada de nuevos apellidos. Y ello no es diferente, por ejemplo, en los ámbitos académicos y alternativos “progresistas”, como el de las ONGs o comunidades académicas, donde esta tendencia “para-oligárquica” es similar.

El financiamiento de los partidos políticos, por ejemplo, particularmente de las campañas electorales, que en la práctica requieren de los candidatos inversiones publicitarias millonarias para tener alguna posibilidad real de ser elegido, son un claro ejemplo de la brecha que separa la práctica social de la normativa jurídica que establece la igualdad de derechos a elegir y a ser elegido. El caso del precandidato presidencial mapuche Aucan Huilcamán, excluido de la competencia electoral chilena en 2.005 por no poder pagar una enorme suma de dinero para un trámite notarial obligatorio, es una expresión extrema y clara de estos desajustes entre discurso “igualitario” y práctica (en este caso jurídica / económica) discriminatoria. A nivel más cotidiano, puesto que el 75% de quienes lo solicitan están en el ámbito local, está el ejemplo del acceso a la justicia, consagrado igualitario en la ficción normativa, pero que se enfrenta a diversos desajustes en la práctica. No sólo el hecho de su alto costo (promedio de 3.000 dólares en A. Latina, según el Banco mundial), sino también por el hecho de que los diferentes niveles de conocimiento de la ley y de habilidades y redes sociales, altamente asociados a la posición socioeconómica y educacional, harán la diferencia entre quien puede evaluar y controlar el servicio de un abogado y quien simplemente está “entregado a su suerte” respecto de su desempeño.

El concepto de “participación”, como involucramiento decisorio y eficaz, es clave como equivalente al de “poder”, es decir, de la capacidad real de controlar e influir en la realidad. Dado el desigual ejercicio del poder y sus recursos en la sociedad actual, la mayoría de las personas percibe con claridad que, muchas veces, no está en condiciones de tener poder ni siquiera en las más mínimas y personales decisiones de su propia vida, en qué trabajar, dónde vivir, etc.

Respecto de la consideración de participación ciudadana -efectiva, decisoria- en la gestión del Estado chileno, los datos hablan por sí solos. En el año 2.002, la normativa jurídica chilena contenía, apenas, tan sólo 17 normas que incorporaban la participación ciudadana, considerando todos los ámbitos (nacionales, regionales y locales) y etapas (propuesta, discusión, resolución, etc.) de la gestión pública. De esas 17, la mayoría eran de mera información al ciudadano, consulta de su parecer, a veces con derecho a respuesta a veces no, y sólo apenas 3 incorporaban algún grado decisorio efectivo.[35]

Hay otro elemento fuertemente determinante respecto de esta brecha, aunque probablemente no sea dicho y muy pocas veces reconocido en el debate teórico. Es el hecho de que lamentablemente existen personas, grupos y poderes de todo tipo (económico, político, cultural, etc.), cuyas intenciones e intereses son contrarios a los de los derechos ciudadanos y los consagrados en las Cartas Internacionales. El concepto de poder fáctico, presente en el debate, como aquel que excede la legitimidad ética y la competencia legal que les son propios para incidir en otros ámbitos ilegítimamente, es una evidencia recurrente de esta insoslayable realidad que actúa como decisivo obstáculo a una auténtica democracia y ciudadanía. Ello -entre otras situaciones- ha llevado a que la idea misma de participación democrática, es decir, de igualitario ejercicio del poder decisorio, se encuentre actualmente en una crisis global. Desde el Fondo Monetario Internacional (FMI), donde en su Consejo de Administración tienen poder decisorio efectivo los 5 representantes de países con “cuotas partes”, y las Naciones Unidas, donde basta 1 Estado de su Consejo de Seguridad para vetar las decisiones de todos los demás 188 Estados miembros juntos, hasta la Constitución Política de Chile, la de peor calidad y más reformas en toda su historia y que -a pesar de una publicitada pero poco convincente propaganda que la presentó como “nueva” en el año 2.005- permite eventualmente, entre otras situaciones, que candidatos con menos votos ganen los cargos en elección a quienes tienen más. Esta baja calidad normativa extendida por todo el sistema político chileno, sumado al desajuste epocal frente a temáticas emergentes, ha generado una creciente “judicialización” de múltiples temáticas, como la libertad de expresión, los derechos reproductivos, ambientales y otros. Ante la crisis normativa, incapaz de dar cuenta de las demandas de la realidad en multiplicidad de asuntos, que van desde el fútbol a los anticonceptivos, casi todas ellas terminan en tribunales. Se evade así el desafío, a la larga ineluctable, de actualizar el orden normativo social, distorsionando, como una especie de poder fáctico “legítimo” –lo que es una contradicción en los términos-, al poder judicial.

Pero la crisis no se limita sólo al ámbito político institucional, sino que es también transversal a toda la sociedad, incluyendo el seno mismo de sindicatos, colectivos y cooperativas, donde reglamentos antidemocráticos de representación, o actitudes autoritarias están a la base de prácticas inconsecuentes, tales como liderazgos monopólicos y excluyentes; o distorsiones clientelistas en el manejo de recursos y relaciones, por ejemplo, entre dirigentes de organizaciones sociales y órganos del Estado. Lo cual evidencia que, más allá de una urgente reforma normativa, destinada a transparentar y democratizar transversalmente todas las instituciones públicas de la sociedad, ella debe implicar también una profunda reflexión y cambio de actitud cultural.

Desajuste por las nuevas realidades epocales

Finalmente, está el vertiginoso cambio epocal, las múltiples transformaciones y diversas emergencias de nuevas identidades, problemáticas sociales, e intereses legítimos, expresados como demandas de ejercicio de derechos, frente a los cuales el rezago, la lentitud de adaptación de la normativa jurídica, no logra dar cuenta, abordaje eficiente y debida garantía. La consagración de una creciente normativa internacional en múltiples de aquellas temáticas y el establecimiento de nuevos procedimientos y mecanismos legales, tales como los del sistema judicial de Sudáfrica, que permite comparecer a representantes de las futuras generaciones como parte legal en juicios, o la creación de un “fiscal” para causas de crímenes contra la naturaleza en Australia, son ejemplos de los intentos por disminuir esta brecha y dar cuenta de las nuevos desafíos epocales ciudadanos.

Es el caso de los migrantes, cuya extensión y compulsión creciente se torna en una nueva -compleja y nada fácil de abordar- realidad que tensiona las normativas jurídicas nacionales impotentes para dar cuenta de este nuevo cambio epocal. Se produce así una brecha en que los derechos humanos y ciudadanos de los migrantes aparecen negados en la práctica, como es el caso del derecho a libre circulación y residencia, consagrado entre otros documentos en el articulo 13 de la Declaración universal de los Derechos Humanos, pero que choca con el hecho práctico de que todavía dos tercios de los países del mundo, siguen estableciendo limitantes para el ingreso de las personas (visa, autorización, requisitos económicos, sociales, incluso étnicos), y en el mundo sólo en una región (la Unión Europea) existe el libre tránsito internacional y restringido a los miembros nacionales de ella. Las Naciones Unidas desde hace cerca de una década vienen abordando este particular desajuste elaborando una normativa de jurisdicción internacional para otorgar a los migrantes el cumplimiento de lo estipulado en la misma Declaración de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos”.[36]

Sin embargo, tales avances no cuentan todavía con el mínimo respaldo entre la mayoría de Estados y la implementación de la normativa internacional migratoria, por ejemplo, es todavía lenta y más declarativa que plenamente aplicada en la práctica.



La acción afirmativa


La creciente constatación de estos desajustes que ponen, de hecho, en desventaja a diversos sectores y sujetos –y en riesgo de disociación a toda la sociedad-, ha llevado a la noción de “discriminación positiva”. Ella alude a una discriminación, es decir, a una desigual distribución de recursos, oportunidades y trato, ésta vez basada en un criterio positivo y sano socialmente, de favorecer a quienes parten en -o sufren, de hecho- desventajas sociales, intentando compensar éstas. Son las también llamadas “acciones afirmativas”. Desde los accesos obligatorios para los minusválidos en los espacios públicos, hasta los subsidios en salud y habitacional a los más carenciados, tales discriminaciones positivas han alcanzado legitimidad como política pública, ante la evidencia incontestable de que, en la sociedad actual, extraordinariamente desigual, el ofrecer exactamente las mismas oportunidades, recursos y trato a personas que viven distintas condiciones, características y necesidades, es de hecho, inequitativo e injusto. Y que no se puede pensar siquiera en incluir e integrar, mientras no se compensen mínimamente tales desigualdades.

El caso de los / las trabajadores inmigrantes, qué duda cabe, es un claro ejemplo de una carencia a este respecto. Su vulnerabilidad específica, al sufrir objetiva falta de información, desajuste cultural y carencia de redes de apoyo por el desarraigo migratorio; más aún, al aplicárseles una normativa especial, que los discrimina de hecho, por ejemplo, al amarrar su residencia al contrato de trabajo, son todas situaciones que imponen una acción afirmativa en este campo. Una posibilidad es la creación de una Oficina de la Inspección del Trabajo, especializada exclusivamente en la temática de trabajadores inmigrantes. Ubicada, por ejemplo, en la zona centro de Santiago, y en cuya jurisdicción recayeran todas las causas laborales que involucren a trabajadores inmigrantes en la ciudad (donde se concentra más del 80%). Entre sus funciones, deberían incluirse la coordinación directa con el Departamento de Extranjería, la gestión de proyectos para capacitar a trabajadores inmigrantes, desarrollar campañas de información, etc. Su financiamiento debería ser a través de una re-destinación de recursos ya existentes (que no implique gastos extras) y con personal reasignado y capacitado, que voluntariamente solicite la destinación. Para ello, sin embargo, el gobierno debería comprender que, en este caso, el limitarse a entregarles igual trato a sus problemas (aunque desiguales condicionamientos) que a los trabajadores nacionales, de hecho, los pone en desventaja, respecto de sus derechos. ¿Por qué establecer normativas que los condicionan laboralmente especiales, diferentes, para los trabajadores inmigrantes[37] y no reconocer en consecuencia la necesidad de un igual tratamiento especial y diferente de sus problemas? ¿Es justo este doble estándar? ¿Es eficaz socialmente?

La normativa sigue siendo decisiva

En suma, superar todos estos desajustes e inconsecuencias, proceso necesariamente permanente y vigilante, es imprescindible para dejar atrás lo que Felipe Viveros nomina como: “...un Estado de indefensión que, no obstante esta especie de ‘garciamarquiana’ versión chilena de los mecanismos de protección –una especie de realismo mágico jurídico, más retórico que efectivo- debería apuntar a una mayor sobriedad de los mecanismos, pero a un efectivo funcionamiento de ellos”.[38]

Más allá de ello, sin embargo, la garantía legal de sus derechos es el factor más decisivo para todos los ciudadanos en general y para los inmigrantes en particular, porque es un instrumento, no único, pero imprescindible para alcanzar seguridad, dado que resulta formal y coercitivamente exigible. Así lo señala, entre otros, la directora de la Corporación PARTICIPA: “Sabemos perfectamente que una ley por si misma no cambia la mentalidad y la forma de ver las cosas de las personas, pero también sabemos que lo que es ley se debe cumplir y estaremos dando un gran paso".[39] Esto impone la exigencia de adecuar las normas e instituciones a las nuevas realidades, anticipando con decisión problemas muchas veces del todo evitables, para avanzar así a una sociedad más prospera y sana para todos/as.

La ciudadanía activa

Todas aquellas formas de desajuste entre normativa jurídica y práctica social de su cumplimiento, muestran, simultáneamente, la insoslayable necesidad de una acción generalizada y permanente de toda la comunidad sobre sus instituciones y representantes, como única garantía de control y aminoración de ese proceso. Como señala, entre otros, Viveros: “Para que los derechos ciudadanos sean respetados hay que hacerlos respetar y ello es tarea de los ciudadanos, individual y colectivamente”.[40]

Se trata de la necesidad de una suerte de deber cívico permanente y amplio, consustancial y cotidiano, de todos los miembros de la comunidad política en la acción sustentadora, vigilante, correctora y promotora de la misma. Surge así, estrechamente asociada a la noción de Sociedad civil, la de “Ciudadanía Activa”. Esencialmente (pues existen tipologías más complejas), ella arranca de una distinción entre dos tipos de ciudadanía, una “pasiva”, tradicional, generada por el Estado y limitada a sus parámetros, entregando los roles activos, dinamizadores y transformadores a éste; y otra “activa”, es decir, donde los ciudadanos tienen un rol igual o más activo y de iniciativa en esas materias que el del Estado, en suma, del rol participativo y orientador de los ciudadanos en la cosa pública, en términos análogos a los referidos antes para la Sociedad civil.

Basada en la noción filosófica de los ciudadanos, al mismo tiempo, como destinatarios titulares de sus derechos, pero también como autores irrenunciables de los mismos,[41]la concepción actual de ciudadanía activa muestra la permanencia perenne de una tesis que está en el origen de la modernidad, la de la autonomía ética y la libertad de destino del hombre para construirse a sí mismo y a la sociedad, uno de cuyos máximos representantes originarios es un destacado filosofo que anticipaba, entre otras genialidades -en el año 1.874- la necesidad futura de organismos internacionales supraestatales, la crítica a la errada represión cultural de los naturales instintos sexuales, y la posibilidad de vida en otros planetas, señalando también la promesa originaria de la ilustración moderna, en el sentido que la razón, entendida como capacidad de reflexión inteligente, entrega al ser humano un horizonte irrenunciable de libertad para construir posibles desarrollos: “¿Qué es la ilustración? La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro…, a pesar de que hace tiempo la naturaleza los liberó de ajena tutela… Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad… libertad de hacer uso público de su razón íntegramente… el hombre, la cosa es que abrió los ojos. Descubrió en sí la capacidad de escoger por sí mismo una manera de vivir y de no quedar encerrado, como el resto de los animales, en una sola…y una vez que había probado ese estado de libertad le era ya imposible volver a la obediencia… sólo aquella representación de su historia que le haga ver al hombre que no tiene porqué echar la culpa a la Providencia de los males que le afligen, le será provechosa y útil para su instrucción y perfeccionamiento…Porque nos las habemos con seres que actúan libremente, a los que se puede dictar de antemano lo que deben hacer pero de los que no se puede predecir lo que harán… La idea de una constitución en armonía con los derechos naturales del hombre, a saber, aquella en que los que obedecen a la ley, al mismo tiempo, reunidos, deben dictar leyes… no es una vana quimera, sino la norma eterna de toda constitución política en general…”.[42]

Esta idea de “autolegislación” encontró expresión política en la noción de “soberanía popular” de Rosseau, para quien la sociedad misma, en cuanto comunidad, construía el orden político como un acuerdo o pacto entre sus miembros, un “contrato social” libremente definido como el más adecuado.[43] Tal concepción moderna ha atravesado los últimos 3 siglos, en permanente convivencia y contradicción con diversas otras tesis -y sus consecuentes órdenes sociales- negadoras de aquella autonomía o libertad humanas.[44]

Son los propios ciudadanos, quienes pueden hacer uso reflexivo –y responsable- de sus derechos, tanto para cambiar el orden social mismo de la comunidad, como su propia posición individual o colectiva, jurídica o material, en ella. Así, los asuntos públicos no son sólo estatales o fiscales, y el concepto de lo estatal, su preocupación y actividad, incluye, de suyo, por definición, a cada miembro de la comunidad, la cual es administrada por el Estado, pero no se agota en Él, como lo confirma la percepción muchas veces generalizada de la actividad pública, el Estado, sus órganos, los partidos y su actividad política tradicional, como deslegitimados socialmente, o superados e impotentes ante los desafíos ciudadanos propios de los cambios epocales en marcha.

Ello ha dado pie a dos tendencias culturales opuestas que se superponen y combinan, en diversos grados y formas, en las mayorías ciudadanas de hoy. La primera, con más presencia entre los sectores menos reflexivos de la población, enfatiza el carácter ”tradicional”, demagógico, dado a la manipulación interesada o la corrupción, de lo público estatal y lo político, atrincherándose en el mundo de lo privado, del hogar, la familia, identidades locales o tribales, etc. (Incluso, algunos “movimientos sociales”, más reflexivos y preocupados de lo social y político, son empero ajenos a la actividad y preocupación por el control del Estado, en una actitud de rechazo a él y de prescindencia respecto de su quehacer). Es lo que se expresa comúnmente como la “apatía” ciudadana y política. En Chile, un indicador de este fenómeno, lo constituye el análisis de la participación electoral. Una encuesta representativa del año 2.002, mostró que cerca del 76% de los/as encuestados estaba por un voto voluntario (no obligatorio, como ocurre hoy).[45] En el año 2.005, antes de las elecciones presidenciales, se inscribieron una cantidad de electores muy superior a la tendencia anterior (32.000), especialmente entre los/as jóvenes; lo cual fue celebrado con satisfacción por diversos sectores. Sin embargo, tales nuevos inscritos/as no alcanzan siquiera al 15% de quienes pudiendo hacerlo, no lo hacían y el hecho de que se “celebre” que más del 75% (más de 2 millones entre 18 y 30 años) de personas en edad de votar pero no inscritas aún sigan decidiendo quedar excluidas de los registros sólo revela la permanencia de este proceso de des-ciudadanización (al menos electoral), en que el padrón electoral chileno continúa disminuyendo respecto al universo de personas en edad de votar. Todavía más, un promedio cercano al 13% de los que sí vota, lo hace nulo o blanco. La mayor incidencia juvenil, de mujeres y de pobres en este des-compromiso cívico, nos habla claramente de la fragmentación y segmentación que está a su base y del particularmente intenso efecto disociador de los rezagos epocales y las desigualdades socioeconómicas y de género. Ante ello, ¿Cuáles son las razones para no legislar la inscripción automática de todos los/as ciudadanos al cumplir los 18 años y el voto voluntario? La sospecha de una “funcionalidad” del actual sistema a una clase política desacostumbrada y hostil a una real participación y control de la ciudadanía se alimenta de esta interrogante.

Algunas de las razones de estas tendencias a la “des-ciudadanización” son la imposición autoritaria, primero, y como única opción eficiente, para el sentido común de las mayorías, después, del “neoliberalismo” como modelo socioeconómico, lo cual significó, de hecho, el cambio del contrato social tradicional, anterior, por un nuevo contrato mercantil, cuya dinámica se ha mostrado, de suyo, disgregadora de lo común social. Junto a ello, la imposición de un diseño normativo de participación (Constitución Política y diversas Leyes) que, no sólo fue, paradojalmente, ajeno en su origen e instalación a la participación ciudadana misma, sino que también y a pesar de modificaciones, sigue siendo percibido como de baja calidad y poca legitimidad por sectores significativos de la población. Ante una participación evidentemente poco representativa (ley electoral binominal, inexistencia de registros electorales automáticos y voto voluntario, etc.) e incontestablemente subordinada en mayor o menor grado a los poderes fácticos del dinero y el chantaje, antes militar, ahora empresarial o eclesial, el ciudadano común, muchas veces, percibe -derivando en “apatía” o, en menor grado, militancia antisistémica- que su participación no es en ningún caso influyente.

Esto se combina con procesos de crisis y cambio cultural epocal mucho más profundos. En efecto, la modernidad -y la organización política estatal/nacional que le es propia- descansaba en la fe -como sentido común y pensamiento filosófico predominante- en la razón, la ciencia y el progreso obtenido sobre su base. La incontestable experiencia histórica de perversiones, crímenes y amenazas de todo tipo, surgidas por el desarrollo así entendido, ya sea a manos del Estado o del Mercado, desacreditaron esa fe en la razón, la ciencia y el progreso, generando inseguridad social, incertezas filosóficas y el quiebre epocal de la confianza en la propia modernidad, dando paso a una nueva actitud epocal que se ha dado en llamar en general como “post-modernidad”. Esto trajo como consecuencia también dos tendencias opuestas que se combinan y superponen en la población. Por un lado, la desesperanza en la especie humana (pesimismo) o en creer en alguna concepción de sentido para la realidad (nihilismo), y el concentrarse exclusivamente en la búsqueda del placer propio (hedonismo egoísta). Por otro, la idea de que todo aquella crisis, todos esos fenómenos -sumados a las amenazas de eventuales órdenes dictatoriales y deteriores ecológicos catastróficos- vuelven aún más imprescindible la preocupación de los individuos por un nuevo orden común, un nuevo contrato social; de modo tal, que la ciudadanía activa es no sólo deseable, sino imprescindible para extender, sustentar y profundizar auténticos órdenes democráticos, puesto que los puros mecanismos jurídicos e institucionales, si bien son imprescindibles, resultan insuficientes sin un grado necesario de esa virtud, preocupación y dedicación a los asuntos públicos por parte de los ciudadanos, definidos en una palabra como: “Responsabilidad”. Concepto que ha dado pie a lo que se conoce como una cuarta y más avanzada categoría de Derechos Humanos, referida a los derechos de los otros, de las generaciones futuras, del medio ambiente y aún del universo por explorar, cuya máxima expresión es la “Carta de las Responsabilidades Humanas”, documento pionero que hoy busca difusión y legitimidad en la sociedad civil de todo el mundo.[46]

Desde la incidencia real que los ciudadanos pueden tener en la construcción y dirección práctica de la sociedad, es decir, de su poder para una participación efectiva, decisoria, la noción de ciudadanía activa confluye y se articula con otras como la de “governance”, que alude a la gestión directiva de los asuntos públicos como construcción participativa en que juega un rol determinante el flujo desde abajo, desde la base ciudadana; y también con la de “empoderamiento”, referida a un proceso por el cual se gana o desarrolla poder, entendido como la autoridad o habilidad efectiva para controlar la propia acción, el entorno, etc. A partir de las últimas dos décadas, organismos internacionales como las Naciones Unidas, el Banco Mundial, y la casi totalidad de agencias de cooperación internacional, consideran crecientemente a la sociedad civil como el factor clave y decisivo para el logro de democracias participativas y desarrollos social y ambientalmente sustentables. Experiencias en el mismo sentido, pero más extendidas y profundas, particularmente las de Chiapas y la República Bolivariana de Venezuela[47]en nuestra región, crean innovadoras prácticas y nociones, tales como el “buen gobierno”, “mandar obedeciendo”, “participación protagónica”, “instituciones de poder popular”, etc., mostrando que, en cualquier caso, la calidad y extensión, el mantenimiento y desarrollo de una democracia, parece depender y requerir insoslayablemente de la participación eficaz de sus ciudadanos.





















· Elaborado por el Área de Metodología de la “Asamblea Regional de Ciudadanos”. Diciembre de 2007.
[1] Marshall, T. & Bottomore, T. Ciudadanía y clase social. Alianza Editorial. Madrid, España. 1.998. Pág. 37.
[2] Rodríguez, S. Obras Completas. USR. Caracas, Venezuela. 1.975. Tomo I, pág. 342.
[3] Martínez, M. Comprensión de la cultura no ciudadana en Chile. En: División de Organizaciones Sociales (DOS). Op. Cit. Pág. 10.
[4] Como ineficiente ante los desafíos de la competencia internacional de los países asiáticos; como fracasado en el estatismo comunista; y como “cansancio” de los siempre en alza impuestos para “beneficio social”, por parte de los sectores más pudientes (es el caso emblemático de la “propuesta 13” en el estado norteamericano de California, que, plebiscitada en el año 1.974, en medio de una bullada campaña, bajó 2/3 al monto de los impuestos cobrados a los propietarios más acomodados).
[5] Protocolo de San Salvador, adicional en materia de derechos económicos, sociales y culturales a la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1.969. 18º período de sesiones de la OEA. El Salvador. 17 de noviembre de 1.988. Párrafo 4º.
[6] Tras ardua disputa legal, la Corte Suprema de EE.UU. concedió, por primera vez, el derecho a patentar seres vivos –no humanos- producidos o modificados en laboratorio (General Electric y el doctor Chakrabarty obtuvieron propiedad intelectual sobre un microbio que come petróleo). La de Canadá, en cambio, lo ha rechazado hasta ahora.
[7] Anderson, P. La batalla de las ideas en la construcción de alternativas. Alternativas en la guerra contra el neoliberalismo y el neoimperialismo. En: 3° Conferencia científica del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). La Habana, Cuba. 30 de octubre de 2.003. Págs. 7 y 8.
[8] Maritain, J. El Hombre y el Estado. Editorial del Pacífico. Santiago de Chile. 1.974. Págs. 110 y 109. El paréntesis y los subrayados son de los autores de este trabajo.
[9] Martínez, M. Op. Cit. Pág. 13.
[10] Marshall, T & Bottomore, T. Op. Cit. Pág. 136.
[11] De Chardin, T. El fenómeno humano. Taurus Ediciones. Madrid, España. 1.967.
[12] Un ejemplo de este carácter dinámico e histórico de la consagración de los derechos lo constituye la propuesta de Brasil “Derechos Humanos y Orientación Sexual”, que Naciones Unidas debatió entre marzo y abril del año 2.004. En ella se llamó a “promover y proteger los derechos humanos de todas las personas, cualquiera sea su orientación sexual”, y constituyó la primera vez que la ONU discutió y se pronunció acerca de los derechos de las diversas identidades sexuales no tradicionales.
[13] Nominados como la “Décimo cuarta región del país” por la ex canciller Alvear, su derecho a sufragio formó parte de las promesas del Programa de Gobierno del actual Presidente Ricardo Lagos, sin embargo, ello no se ha concretado, fundamentalmente por la oposición de la derecha. Un proyecto de Ley para reconocer este derecho fue presentado al senado el 24 de agosto del año 2.000, pero no ha sido hasta hoy aprobado, aunque las fuerzas políticas en el Congreso acordaron públicamente, en el año 2.004, la aprobación de reformas que restablezcan este y otros derechos a los/as emigrados chilenos.
[14] Viveros, F. Los actuales mecanismos institucionales de protección. En: ¿Se protegen en Chile los Derechos Ciudadanos? Capítulo Chileno del Ombudsman. Defensor del Pueblo. Santiago de Chile. 27 y 28 de agosto de 2.002. Págs. 65 y 66.
[15] Declaración Conferencia Ciudadana Contra el Racismo, la Xenofobia, la Intolerancia y la Discriminación. Santiago de Chile. 3 y 4 de diciembre de 2.000. Artículo Nº 26. Declaración y Plan de Acción de México Para Fortalecer la Protección Internacional de los Refugiados en América Latina. México. 16 de noviembre de 2.004. Párrafo 26. Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos. Consejo Presidencial Andino. Guayaquil, Ecuador. 26 de julio de 2.002. Artículo Nº 70.
[16] Ver www.ombudsman.cl
[17] Entre otros, Arendt, H. La condición humana. Paidós Ibérica. Barcelona, España. 2.001.
[18] Comisión Ética contra la Tortura. La impunidad durante la transición: Chile 1990-2003. VII Informe comisión Ética contra la Tortura. Chile. Diciembre de 2.003. Pág. 61 y 63.
[19] Güell, P. Los cambios sociales en Chile y el nuevo contexto y sentido de la participación ciudadana. Algunas preguntas y desafíos.En: División de Organizaciones Sociales (DOS). Op. Cit. Pág. 26.
[20] Ley N° 19.325. Chile. 1.994.
[21] Huatay, C. & Victoriana, C. Op. Cit. Pág. 95.
[22] García Canclini, N. Consumidores y ciudadanos; conflictos multiculturales de la globalización. Editorial Grijalbo. México. 1.995. Pág. 63.
[23] Sohr, R. En: Chilevisión noticias. Miércoles 28 de enero de 2.004.
[24] Periódico Azquintuwe. Año 1. N° 3. Chile. Enero-febrero de 2.004. Pág. 3.
[25] Alvear, S. Op. Cit.Pág. 17.
[26] Según estadísticas oficiales de Carabineros de Chile –en Terra.cl- se detienen en promedio 4 personas de origen peruano diariamente en el centro de Santiago. Esto constituye un aumento de más del 2.000% desde 1.999 a 2.003. Esto evidencia fuertemente que carabineros estaría “fiscalizando el lugar de manera intencionada y no preventiva”, como lo señaló el Cónsul General del Perú en Chile, Marco Núñez-Melgar. Citado en Diario Publimetro. Santiago de Chile. 18 de marzo de 2.003.
[27] Diario La Hora. Santiago de Chile. 28 de enero de 2.004. Pág. 2.
[28] Que establece que son ciudadanos los “chilenos mayores de 18 años que no hayan sido condenados por delito que merezca pena aflictiva”. Constitución Política del Estado. Chile. 1.980. Articulo 13.
[29] Martínez, M. Op. Cit. Pág. 15.
[30] Arendt, H. Op. Cit. Págs. 40 a 45.
[31] Rodríguez, S. Op. Cit. Tomo I, págs. 238, 261, 368 y 373 (las inusuales ordenación de frases y uso de mayúsculas son textuales y propias del estilo de S. Rodríguez).
[32] Flores, O. Ética y el imperialismo del consumo. CONADECUS. En: Foro social de la integración. Hacia el 2° Foro Social mundial de Porto Alegre 2.002. Universidad Bolivariana. Santiago de Chile. 14, 15 y 16 de Enero de 2.002. Pág. 1.
[33] En el mismo año, el 88% de los usuarios de Internet estaban en los países ricos del norte, mostrando además gran desigualdad de acceso entre clases sociales, sexos, nivel educacional y etnias, a favor de los más ricos, educados, hombres y blancos. Castells, M. La Era de la información. Vol. I La sociedad red. Editorial alianza. Madrid, España. 2.001. Págs. 420 a 427.
[34] Baranda, B. En: Capítulo Chileno del Ombudsman. Op. Cit. Págs. 51 y 52.
[35] Sanhueza, A. Los derechos de los ciudadanos. En: Capítulo Chileno del Ombudsman. Op. Cit. Pág. 28.
[36] Organización de las Naciones Unidas (ONU). Declaración Universal de los Derechos Humanos. Naciones Unidas. 1.948. Articulo N° 28.
[37] Limitación del número de trabajadores extranjeros en empresas, cláusulas especiales en su contrato de trabajo, la necesidad del contrato de trabajo vigente para obtener y contar con permiso de residencia, entre otras. Código del Trabajo. D.F.L. N° 1 Sobre Contratación de Extranjeros. Y Decreto Ley N° 1.094 de 1975, nominado “ley de extranjería”.
[38] Viveros, F. Op. Cit. Pág. 68.
[39] Sanhueza, A. Op. Cit. Pág. 30.
[40] Viveros, F. Ibíd.
[41] Entre otros, Habermas, J. Facticidad y validez. Editorial Trotta. Madrid, España. 1.998. Págs. 165 a 172.
[42] Kant, E. Filosofía de la Historia. 1784 – 1798. Fotocopia. Universidad de Chile. Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Departamento de Estudios Humanísticos. Págs. 25, 28, 72, 73, 88, 101, 102 y 113.
[43] Rousseau, J. El contrato social. Editorial Ercilla. Santiago de Chile. 1988.
[44] Para una revisión de tendencias de pensamiento y orden social conservadores o re-accionarios, de base filosófica negadora de la libertad de construcción social humana, que han convivido contradictoriamente en la modernidad con la citada tesis kantiana (y en el propio pensamiento de Kant), ver, entre otros, el ensayo de Hirschman, A. The Rethoric of Reaction: Perversity, Futility, Jeopardy. EE.UU. 1991. En el cual se caracterizan 3 grandes embestidas conservadoras (la última, el neoliberalismo), sustentadas en diversos discursos negadores de la libertad humana, como contrapunto o reacción a las 3 grandes generaciones de derechos históricos (civiles, políticos y sociales) esquematizados por Marshall.
[45] Sanhueza, A. Op. Cit. Pág. 78.
[46] Alianza por un mundo responsable, plural y solidario. Carta de las Responsabilidades Humanas. Noviembre de 2.001.
[47] Este país muestra la más avanzada institucionalidad en entregar a la ciudadanía instrumentos de autonomía, participación, fiscalización, dirección y decisión. Entre muchos otros, ver: Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV). República Bolivariana de Venezuela. 1.999. Arts. Ns 5, 6, 28, 51, 62, 66, 70, 132, 141, 143, 168, 178, 184 y 299. También sus Leyes Orgánicas: de la Administración Pública (arts. Nºs 1, 135 y 138), de Planificación (arts. Nºs 14, 58 y 59), de Participación (arts. Nºs 2, 15 y 17), del Poder Ciudadano (artículos 26, 32 y 55), y de los Consejos Locales de Planificación Pública (arts. Nºs 5, 8 y 24).